>ADAPTACIONES: OTRA VUELTA DE TUERCA #1…

>La misma respuesta siempre… Desde el más pos-estructural asesino de autores (o de auteurs) al más desmitificador del “intentional fallacy” vía los apóstoles del New Criticism vía T.S. Eliot, vía (llene el blanco), vía (llene el blanco)… hasta el máximo común espectador de cine que va disfrutar la última adaptación de Nicholas Sparks a cine (éste quien, intuyo, ha constituido toda una carrera de escribir tétricas novelas enlatadas para cine, protagonizadas siempre por gente con alguna enfermedad terminal), hasta aquel/la que ansioso espera el próximo capítulo de Twilight Reloaded with Vampires in G-strings… Siempre, ok pues, casi siempre, la misma respuesta: “La película es buena, pero el libro es mejor (superior)”, y en ocasiones se añade, “porque explica cosas que la película no”. Es decir, poco importa la esfera intelectual o los campos semióticos/semánticos desde los cuales se aprecie el cine, somos, casi siempre, muy conservadores a la hora de juzgar el éxito de una adaptación cinematográfica según el material literario o mediático que la preexiste. 
 

La segunda parte de esta fórmula (“porque explica cosas que el libro no”), cabe señalar, supone que este tipo de filme muchas veces está predicado sobre un modelo incidentalmente dialógico: la gente llenará lo que entienden como un vacío del texto fílmico con el material suplementario que ofrece la fuente original, o viceversa. No resulta osado especular que esta técnica se está dando hace algún tiempo y que conforma una garantía para muchos estudios. Lo interesante del caso, por otro lado, es que muchos espectadores terminarán resignadamente comprando los dvds o blu-rays por aquello de completar la colección. Ese agridulce fetiche de coleccionar; de ver un colorido anaquel con todo Tolkien en carpeta dura seguido por Peter Jackson’s Tolkien on Film – y digo agridulce porque todos sabemos que la colección nunca estará completa, ya que de hoy a dos meses sacarán un edición supra-über especial con grabaciones inéditas de los Hobbits indigestados. 
 
Entonces, la sombra del texto original pesa infinitamente sobre su homónimo fílmico; y este lastre es aún mayor si proviene de una fuente original canonizada por la Cultura, o la cooltura, dependiendo del caso.
Pero ojo: Escribo ciertamente desde el momento del análisis, siguiendo la lógica romántica Wordsworthiana: ese momento de “tranquilidad” del cual puedo asirme para escribir poesía, o en este caso, un poco sobre cine. Momento de sosiego casi imposible, ya que, con toda franqueza y por aquello de poner un ejemplo, toma sólo un instante recuperar la ira que sentí cuando hace mucho tiempo vi que Jean-Jacques Annaud decidió cagarse en L’amant de Marguerite Duras. En ese mismo instante, sentencié al director y a su obra de cine asesino por precisamente haberse desligado descarada e irresponsablemente de la forma que tan singularmente distingue esta obra maestra. (Des)afortunadamente el filme de Annaud, en tanto filme, es malísimo, así que la crítica, en tanto crítica de adaptación, no tiene ni razón de trascender. 

 

Adaptarse… Bien lo dijo el kinocamarada González en su última intervención, “el cine le debe mucho a la literatura”. Los primeros pasos de la historia del cine, así como sus últimas rutas, constatan este fenómeno. Esto queda evidenciado en el hecho de que el llamado modelo de continuidad del cine tradicional, que prioriza la causalidad de las acciones, en gran medida, como ha señalado incluso André Bazin, hereda sus técnicas narrativas de la novela decimonónica. No obstante, el recurrir a otras fuentes mediáticas – novelas, novelas gráficas, series de televisión, Transformers, el hiperreal mundo pirata de Disney – para realizar producciones cinematográficas, no sólo llena esa supuesta carencia de originalidad que muchos denuncian especialmente cuando de Hollywood se habla, sino que funciona como valor de marca. Se aprovecha de esta manera el nombre o prestigio de un autor – Bram Stoker’s Dracula de Coppola, Mary Shelley’s Frankenstein de Brannagh – o el éxito de una publicación – ¿De veras tengo que repetir Twilight?, Harry Potter – o el “rating” de una serie – Sex and the City –, etc., para asegurar un nicho o una demografía dentro del mercado: así la adaptación en sí se convierte en la mitad del trabajo publicitario.
Claro, no cesa de sorprender el sinnúmero de filmes que provienen de alguna fuente extra-cinematográfica; así como ese afán, demasiado en boga, de revivir/reciclar todo lo retro – por ejemplo, realizar una agringada versión de una película “extranjera” de hace seis meses. Y aunque los ejemplos sobran, este es otro tema… 

 

No obstante por ahí se debe andar con mucha cautela. Tales sentencias, como la de arriba (“la novela es mejor”), ya lo demostraron teóricos de adaptación como James Naremore o Robert Stam (la lista obviamente se extiende), corren el riesgo de reivindicar varios prejuicios, entre estos: a) establece la falsa primacía del valor del texto literario o de la literatura en general sobre el cine; b) presupone la fidelidad – “hacerle justicia al texto original” – como criterio sine qua non del trabajo de adaptación cinematográfica; y c) pocas veces reconoce la intrínseca diferencia de cada lenguaje artístico así como sus capacidades, grandezas y/o límites. Stam, con el fin de desplazar a la literatura de su pedestal vis a vis el cine y de socavar lo que llama “la quimera de la fidelidad”, propone una teoría de adaptación que, entre otras cosas, reconoce la intertextualidad ya inherente a los mismos textos literarios que funcionan de fuente para la adaptación fílmica. Menciono someramente estas tentativas teóricas quizá con la intención de luego indagar en ellas con un poco más de cuidado, pero por el momento… 
 
De teatro a cine… A pesar del alborotado preámbulo, resultado de la fibra que toco el kinocamarada antes aludido, debo poner un freno aquí y prestarle momentánea atención a la adaptación de teatro a cine, que exhibe sus giros propios: ¿Cómo visualizar el libreto, normalmente circunscrito a un escenario, a otro espacio, el de la puesta en escena cinematográfica? ¿Debe el filme emular la teatralidad como valor original de la obra, o en cambio, desligarse de ella?, etc…

Hay muchas variantes, claro, que van desde gran parte de la filmografía de Mike Nichols, experto en sacar las posibilidades cinematográficas de muchas obras teatrales, al Lars von Trier de Dogville, quien, en este caso, crea una experiencia cinematográfica destacando precisamente lo teatral de la puesta en escena. Pero temo excederme; les ofrezco entonces una adaptación de Come and Go de Samuel Beckett, parte de la colección Beckett on Film. En la misma verán como la puesta en escena teatral y la cadencia del dialogo maximiza la expresión cinematográfica y traduce muy bien la dimensión espacio-temporal de la pieza, todo con una simple toma estática. Por supuesto, como ya mencioné, esta es solo una variante…

>Cine asesino: El peligro de las adaptaciones

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     El cine le debe mucho a la literatura. Esto se evidencia en la historia del séptimo arte donde ha habido un sinnúmero de adaptaciones de obras literarias. Muchas novelas o cuentos han sido “traducidos” a guiones con productores apostando a que si el texto es bueno la película también lo será. Inclusive, la industria de Hollywood llegó a acoger a escritores norteamericanos reconocidos como William Faulkner y F. Scott Fitzgerald para que escribieran guiones. La idea era que si eran buenos novelistas, también debían ser buenos guionistas. Como se puede suponer, tales hipótesis no siempre dieron resultado. Las adaptaciones podían ser una navaja de doble filo porque podían resultar en un éxito o en un fracaso rotundo. Y esto, entre otras cosas, porque el éxito de las novelas o cuentos no necesariamente implicaba un futuro éxito en la adaptación cinematográfica. Hoy en día tal peligro continúa y a mi entender existen tres posibles resultados: que la película supere el éxito de la obra literaria (pienso en Memorias del Subdesarrollo de Tomás Gutiérrez Alea en comparación con la novela homónima de Edmundo Desnoes), que le haga justicia al texto alcanzando el mismo valor artístico (como Farenheit 451 de François Truffaut y la novela homónima de Ray Bradbury), o que asesine la novela (como El viajero inmóvil de Tomás Piard y la novela Paradiso de José Lezama Lima). Analizaremos aquí esta última adaptación. 

     Antes de detenernos en el análisis cinematográfico, que es el objetivo principal de este comentario, es importante mencionar el legado que nos dejó José Lezama Lima. En primer lugar, este autor cubano es conocido, junto al mexicano Octavio Paz y al argentino Jorge Luis Borges, como uno de los tres escritores más importantes de la literatura hispanoamericana. Su nombre se asocia hoy en día con el movimiento conocido como el Neobarroco, junto a figuras como Alejo Carpentier y Severo Sarduy, y se ha dado a conocer fuera de los ámbitos literarios en películas como Fresa y Chocolate (1994) de Tomás Gutiérrez Alea. Principalmente, Lezama se autodenominaba poeta y llegó a publicar varios libros de poesía como Muerte de Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, Dador, entre otros. Pero su producción literaria no se limitó a este género sino que también publicó ensayos fundacionales en La expresión americana (1957) y puso en práctica la escritura en prosa tanto en cuentos cortos como en dos novelas: Paradiso (1966) y Oppiano Licario (1977), esta última publicada póstumamente. Su amplia erudición lo llevó a convertirse en el mentor de muchos de los escritores cubanos del siglo XX, sobre todo de aquellos que colaboraron con la revista cubana dirigida por él y por José Rodríguez Feo: la revista Orígenes. Esta revista sirvió para que los origenistas, que incluían a Lezama y a otros poetas entre los cuales estaban Cintio Vitier y Virgilio Piñera, se dieran a conocer fuera de Cuba, entrando en contacto incluso con figuras como el futuro Premio Nobel de Literatura, Juan Ramón Jiménez. En sus páginas se encuentran muchos tesoros de la literatura cubana publicados entre 1944 y 1956, como, por ejemplo, algunos capítulos de la novela Paradiso que terminará siendo años más tarde el magnum opus de Lezama.

     En términos de estilo y contenido hay que subrayar que la escritura lezamiana es hermética y difícil; de ella es que surge el epíteto neobarroco. Tanto su poesía como su prosa, que en muchos casos es poética, son densas y ameritan un amplio bagaje cultural para entender las referencias que se citan en el texto. Es una literatura filosófica, a veces teórica y constantemente preocupada por alcanzar lo sublime. Los temas abordan la mitología, como lo sugiere el título Muerte de Narciso, el estilo regresa hacia el hipérbaton de los escritores barrocos y el léxico busca capturar con palabras, y a la perfección, la imagen. Lezama justificaba esta ars poética con la famosa frase “sólo lo difícil es estimulante” y por tal razón admiraba y emulaba a escritores del Siglo de Oro como a Luis de Góngora y a Francisco de Quevedo. Descifrar sus escritos conlleva años de estudio, años que debió haber pasado estudiando el director de El viajero inmóvil antes de rodar la película. Y es que Tomás Piard asumió una empresa bastante cuesta arriba para conmemorar el centenario del natalicio de Lezama en el 2010: llevar su novela Paradiso a la pantalla grande. El resultado, como veremos, no fue el merecido. Por esto le llamo a El viajero inmóvil: cine asesino.

     El primer error que comete la adaptación es asumir que las estrategias que se utilizan para construir una novela neobarroca son similares a las que se requieren para hacer una película neobarroca. Por un lado, Lezama hace la narración más compleja con su dominio y manipulación del lenguaje y de la palabra, pero Piard tendrá que pensar en cómo hacer esto mismo mediante la imagen. Y aquí una cosa no equivale a la otra. Es decir, la palabra y la imagen abren puertas distintas y el medio limita la manera en que se cuenta la historia. Por eso, aún si nos leyeran la novela frente a la cámara no se produciría el mismo efecto ya que observar u oír a alguien leyendo la novela no es lo mismo que leerla a solas. Se crea una relación distinta con el texto, la primera es menos personal que la segunda. De hecho, en El viajero inmóvil se intercalan pasajes de la novela leídos por un narrador. Su voz es lúgubre con efectos de ultratumba que pretenden adjudicarle pesadez y profundidad a la narración. Este efecto, sin embargo, no la hace sublime. Más bien, la yuxtaposición de la narración con imágenes “achata” la palabra convirtiéndola en algo concreto y quitándole el sentido simbólico o la magia que rodea la misma. A esto me refiero cuando digo que el cine puede ser a veces asesino.

     Por otro lado, Piard también usa el estilo barroco de manera superficial. Para él, si vemos el filme, lo barroco es lo sobrecargado con múltiples yuxtaposiciones de espacio y tiempo; el presente se cruza con el pasado y con el futuro. Pero sobrecargar una historia no es sinónimo de hacerla más compleja. La yuxtaposición puede desembocar en un enredo que se aleje del barroquismo lezamiano excesivamente premeditado. Y esto es lo que sucede en este caso. Piard intenta complicar la narración incluyendo confluencias de tiempos y espacios, de personajes y críticos literarios, pero la verdad es que estas confluencias no tienen coherencia. Además, falta en la película el espíritu barroco y el viaje de crecimiento de Paradiso. Vemos a un José Cemí, el protagonista y alter-ego de Lezama, de niño, adolescente y ya de viejo; los tres en el mismo espacio de la casa. El adolescente aparece como una especie de fantasma, o hilo conductor, que viaja a través de las diferentes etapas de su vida. No obstante, este viaje pierde valor en la película porque deja de ser una historia de crecimiento, o bildungsroman, y pasa a ser una historia de recuerdos. Paradiso sí es una novela de crecimiento pero El viajero inmóvil ignora este aspecto crucial. El viaje es superficial de la misma manera en que el barroquismo de la película lo es.

     El tercer problema de El viajero inmóvil tiene que ver con la ausencia de lirismo poético. Lezama escribe su novela en prosa poética y preservar ese aspecto poético en la adaptación es importante. Piard intenta hacerlo pero, a mi entender, no lo logra. Y es que hacer cine poético es algo bien difícil. Recuerdo solo pocas películas que lo hayan logrado con éxito. Para entender lo que quiero decir, citemos el comienzo de la novela de Lezama:

“La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos ahuyentando a los escarabajos.”

Para “traducir” esta escena al cine, bastaría con presentar a Baldovina frente a su hijo enfermo y repitiendo las acciones que la novela narra. Pero ¿y qué tal los detalles del párrafo anterior como el símil de la piel como esponja o la metáfora del monstruo errante que desciende ahuyentando a los escarabajos? ¿Convendría utilizar la imagen de una esponja en la película? ¿No ocasionaría esto un efecto cómico producto de la “traducción” literal del texto? Creo que sí. Entonces, las preguntas serían: ¿cómo “traducir” en imágenes el lirismo poético de este pasaje que resulta ser un gran comienzo para la novela? O más general aún ¿cómo hacer poesía en el cine? No tengo una respuesta exacta para estas preguntas pero sí sé que en la película de Tomás Piard este lirismo está ausente. Por eso digo que la misma “mata” lo sublime de la escritura lezamiana cuando la convierte en imagen. Lezama se debe de estar revolcando en la tumba porque paradójicamente para él la imagen era lo más importante; la imagen entendida a partir de su sentido original, esto es, del imago. El viajero inmóvil está muy lejos de este concepto.

     Un cuarto problema es la ausencia del contenido sexual en la película en comparación con la novela. Paradiso, cuando fue publicada en 1966, causó un escándalo por la alegada pornografía que contenía en sus páginas. Estas acusaciones se referían, específicamente, al capítulo octavo donde aparecen falos y glandes en caravana. Por supuesto, El viajero inmóvil, al ser producida por el ICAIC, no podía patrocinar una película porno entre sus estrenos. Por esta razón, el tema de la sexualidad solo se menciona en boca de los críticos de Lezama que aparecen entrevistados en la película. Sí, hay escenas de sexo en la misma pero ninguna escena homoerótica como las múltiples que hay en la novela. Esto distorsiona la narración ya que en las historias de crecimiento siempre un aspecto crucial es el de la iniciación sexual. Piard, y el ICAIC, no se permitieron explorar esta iniciación de Cemí porque, como puede suponerse, hubiera causado un segundo escándalo.

     En resumen, digo sin reservas que la empresa de adaptar Paradiso de José Lezama Lima fracasó, a mi entender porque en primer lugar no logró adaptarse al neobarroquismo de la novela, en segundo no reprodujo el lirismo de la narración lezamiana y en tercero porque obvió su carácter de bildungsroman. El viajero inmóvil es en este sentido un cine asesino pero en extremo porque derrumba una figura intocable. Puedo especular que por miedo a no hacerle justicia a un escritor como Lezama es que nadie, hasta donde tengo entendido, se había atrevido a llevar alguno de sus escritos a la pantalla grande. De todas formas, es una pena que este intento de Piard haya sido fallido. Si existe alguno otro, habrá que verlo, pero espero que no sea otro ejemplo de cine asesino. 

>Vidas Sêcas: Apuntes de bifrontismo de una época

>Director y guión: Nelson Pereira dos Santos/ Productores: Luiz Carlos Barreto, Herbert Richers, Nelson Pereira dos Santos. / Reparto: Atilo Iório, Maria Ribeiro, Orlando Macedo, Jofre Soares, Gilvan Lima, Genivaldo Lima, Baleia./ Premios: Premio de Cine de Arte y Ensayo; Mejor film para la juventud, Premio de la OCIC (Oficina Católica Internacional del Cine). Mención honorífica en el Festival de Cine de Varsovia (1964). Mejor film en la reseña de Cine Latinoamericano de Génova (1965). Nominado a la Palma de Oro en Cannes (1964).

A mitad de camino entre el pasado y el futuro, Vidas Sêcas (1963), de Nelson Pereira dos Santos, puede considerarse una película-eje, un gozne cinematográfico sobre el que se irgue cualquier tipo de puerta de entrada y de salida a una realidad brasileña mucho más compleja de lo que yo pueda exponer aquí. Comparte el Cinema Novo una problemática que ya estaba presente en el Modernismo de los 20 y en el Regionalismo literario de los 30, que Florencia Garramuño ha sintetizado como “esa ansia modernizadora, una misma preocupación por la nacionalización de la cultura”. Se trata, en efecto, de una cuestión tan sempiterna como la brasilidade, que a golpe de reinterpretación ha acabado por tornarse polimórfica, polisémica, casi fantasmal. 1963 es un año clave en dicho debate, tiempo de reverberación de nacionalismo, año de candencia política justo antes del golpe de estado que establece la dictadura militar en Brasil en 1964. La película precede también a la publicación del manifiesto militante y artístico Uma Estética da Fome (1965), de Glauber Rocha, pero ya practica sus presupuestos futuros, a través de la mirada a una época anterior: Vidas Sêcas es una adaptación del libro homónimo de Graciliano Ramos (1938) que, probablemente por la universalidad que se le atribuye al haber sido calificado propulsor del “regionalismo sin tierra” fue tan actual en las manos de Pereira dos Santos: en su genialidad revisionista y premonitoria al mismo tiempo.
Fabiano, Vitória, sus dos hijos y Baleia, la perra (sí, eso es, animal acuático en el desierto), caminan por la caantiga. Se acercan poco a poco a la cámara, que los capta casi sin movimiento desde un plano general en el que apenas se les ve, hasta enfocarlos en plano medio. Baleia se adelanta y es el primer personaje que el espectador observa, como un guiño del autor al cuento de Graciliano Ramos, el que dio lugar a la novela. Mientras todos caminan, un ruido estridente extradiegético aturde al espectador, chirría, como toda la secuencia. Tres minutos y medio de plano inicial anuncian una película diferente, lenta, con una historia verosímil en la que lo que menos importa es entretener. El sertao, ya explotado en la literatura, es llevado a las pantallas de la mano de un filme que expone lo que pueda tener de estético el hambre en su plenitud. La primera frase de la película ya se refiere a la subnutrición de la familia: “tampoco servía para nada, ni sabía hablar”, espeta Vitória, mientras asa un papagayo en una fogata improvisada para alimentar a los suyos.
Si existe un rasgo que diferencie este filme de otros, ése es la fotografía, de Luis Carlos Barreto. Llama la atención la luz cegadora que abrasa al espectador tanto como a los protagonistas: una luz natural, sin filtros, a través de la que el sertao sigue siendo seco y el sol caliente. La película, totalmente quemada, persigue un efecto de verosimilitud sobre el espectador: “trata de obligarle no a ver sino a participar en la tragedia de la sequía”, diría Glauber Rocha, una tragedia que sobrellevan personajes realistas, que ejemplifican la vida famélica de millones de nordestinos que emigraban del sertao a la ciudad buscando una existencia mejor, la vida severina (o la muerte), como expondría Joao Cabral de Melo Neto en 1955.
En este filme, la cámara acompaña las vidas de los protagonistas: se detiene ante sus paradas, “camina” con ello temblorosa – en la mano – cuando ejecutan su marcha y hasta se agacha para llegar al punto de vista de Baleia en muchas ocasiones, filmándola desde su altura o mostrando planos subjetivos de su visión, puesto que ella es, al fin y al cabo, un miembro más de la familia. El realismo crítico está servido: la historia es el reflejo de un sufrimiento colectivo, la cámara lo es de una tortura individual. Encuadres blanquísimos se alternan con tomas tenebristas en el interior de la chabola en la que vive la familia. El diálogo es escaso, y en los momentos en que se produce no siempre se logra alcanzar la comunicación: es significativa la secuencia que acontece en la casa, mientras llueve, en la que Vitória y Fabiano hablan a la vez, sin mirarse a los ojos y sin escuchar lo que dice el otro. Vitória termina destacando su mayor deseo: tener una cama de cuero, objeto que simboliza la ascensión de rango social, el bienestar y la satisfacción del hambre: una cama como la del Sr. Tomás (su antiguo patrón, fallecido).
Sin embargo tal cama no llegará por varias razones: el propietario de las tierras no les paga lo que debe y Fabiano gasta lo poco que ahorran en cachaça y juego en el pueblo, cercano a la hacienda que habitan los protagonistas. Fabiano, un macunaímico “héroe sin carácter”, no es capaz de negarse a las proposiciones lúdicas del policía que lo acabará trasladando a una celda donde es torturado. El pueblo se presenta así como un lugar amenazador, pero no opuesto al campo: la vida, en cualquiera de sus esquinas, es seca. Mientras Fabiano permanece en la celda, un desfile ocurre fuera: la población está en fiesta, en una procesión alguien se disfraza de vaca – símbolo de la principal fuente económica del sertao – y los otros le siguen, rindiéndole homenaje. Planos medios de este ambiente festivo, aderezado con música popular, se cruzan con primeros planos de gente anónima, que asiste a la función: son las briznas de neorrealismo, de costumbrismo en el filme, mientras Fabiano rabia de dolor en la celda. El objetivo se acerca a su rostro varias veces, la luz de una candela improvisada por su compañero de prisión, un cangaceiro, torna la secuencia aún más dramática: de nuevo el tenebrismo inunda la pantalla, en la que nunca aparecieron luces medias.


Vidas Sêcas es un filme molesto, incómodo, como arena en los zapatos o en el plato de comida. Rocha resume la actitud de un hipotético espectador, que “se aburre con ese Fabiano inútil en la pantalla” y “rechaza seguir el movimiento que el film le obliga a hacer para comprender que Fabiano no vive en el mejor de los mundos, y que, para que Fabiano pueda cambiar, es necesario que él y los demás cambien el mundo”. En Vidas Sêcas se acabaron los westerns de vaqueros felices, se terminaron los exotismos: el hambre es el hilo conductor que, como aseverarían Robert Stam y Randal Johnson, “caracteriza no sólo la estética y el sujeto de la película, sino también sus métodos de producción”.
La desnutrición, junto con el calor sofocante, metaforiza el sertao para convertirlo en infierno, a los ojos de uno de los hijos de Vitória y Fabiano, tras esta conversación:


Madre, ¿qué es el infierno?
Es un lugar demasiado ruin.
Demasiado ruin, ¿cómo?
…………………………….
¿Qué es el infierno, padre?
……………………………
¿Cómo es? – dirigiéndose de nuevo a la madre.
(…)
Es un lugar para donde van los condenados, lleno de hogueras, aspecto caliente.
Tras este parco diálogo, el chico sale fuera de la choza – la luz del plano quema la imagen -, se tumba en el suelo. A continuación una serie de planos subjetivos del paisaje seco, las vacas, el tejado, acompañan la repetición de palabras del niño: “infierno”, “aspecto caliente”, “lugar ruin”. Seguidamente, el crío se tumba en la caantiga, gira su cabeza y el plano pierde la estabilidad que otorga la línea del horizonte para ofrecer al espectador la choza volteada 90º: la visión del niño, un mundo torcido. El espectador, lejos de ser voyeur, vuelve a participar. Reina en el plano el “aspecto caliente”, que perseguirá los protagonistas hasta sus últimos minutos filmados.
En la secuencia última, después de que Baleia haya sido asesinada por Fabiano porque, como cualquier otra vida, ésta se rige por su funcionalidad: “no servía para nada”, los cuatro caminan como al principio, buscando un lugar mejor, con los objetos personales a cuestas, “huyendo que ni los bichos”, en palabras de Vitória. El filme termina prácticamente como empieza, se amalgaman la “mudanza” y la “fuga” de Graciliano Ramos. El desplazamiento no significa meta sino transcurso: una larga caminata sorda y tórrida, con el mismo estertor estridente del comienzo, pone fin a una historia circular, el eterno retorno del hambre, la espiral cegadora.
                                                                   Azahara Palomeque
Nota: Nelson Pereira dos Santos estará en el I Congreso de Cine en Español y Portugués que organiza la Universidad de Salamanca, en junio de 2011.

>Palabras dispersas sobre Dogtooth…

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Director: Giorgos Lanthimos; guión: Efthymis Filippou, Giorgos Lanthimos; actores: Christos Stergioglou, Michele Valley and Aggeliki Papoulia


Desde que el mundo es cine (o viceversa), el llamado séptimo arte ha tenido históricamente, entre sus rehenes preferidos, una particular proclividad para mofarse de las discretas burguesías. La masificada fascinación con las imágenes en movimiento incluso llegaron, en un momento dado, a ser producto de aversión por parte de algunos círculos intelectuales, como lo demuestran algunos miembros del llamado Bloomsbury Group u otros de la Escuela de Frankfurt, preocupados algunos porque, por un lado, el cine pudiese rebajar la alcurnia del arte, o por otro lado, que pudiese volverse el más vil instrumento ideológico. El tiempo no tan sólo ha confirmado estas aseveraciones, sino que ha producido además una estirpe de cine predicado precisamente sobre estos preceptos para, en ocasiones, morderse la propia cola.


Una ecuación algo así como: caminando la cuerda floja de las certezas o discreciones burguesas – las alertas/ miedos antes mencionadas, por ejemplo – me valgo de un instrumento, el filme, para desmontar todo eso en lo que tu mundo depende – es lo que está en juego. Esta gramática de cine contestatario ciertamente ha pervivido, de la mano de Buñuel, en un tono cínico-sátiro hasta en comedias de Hollywood. No obstante, de esta estirpe hay otro cine que de un tiempo para acá asoma su cabeza para mirar también “comicamente” a la burguesía. En Pasolini, Miike (particularmente Visitor Q), Haneke y en muchos de los filmes más entrópicos de los Cohen, se localiza desde el lugar de lo ominoso, el horror intrínseco al animal humano, y, créanlo o no, con una invitación abierta a reírnos de él.


Girogos Lanthimos ofrece una de las más recientes aportaciones a este espectro, su filme es Dogtooth.


Tres hermanos adultos – un hombre y dos mujeres, fácilmente de entre 20 a la treintena de años de edad – viven como niños bajo la tutela de un padre (y una madre) que los cría dentro de los cuarteles de una casa y su portón eléctrico, con la certeza de que si cruzan estos linderos morirán ahogados o asesinado por algún gato. Una fórmula similar a la errática pero no obstante también impresionante Bad Boy Bubby (dir. Rolf de Heer, 1993), cuya trama gira en torno a la salida al mundo de un viejo/niño quien había sido criado encerrado por su madre por más de treinta años. Dogtooth, en cambio, supera la fórmula para otorgar uno de los más ambiguos retratos del impulso totalitarista y/o de control del animal humano.


Sería fácil tildar estas narrativas de absurdas. No obstante, al ubicar al espectador dentro de los portones, aún con la distancia y frialdad que caracteriza la puesta en escena, Dogtooth logra posicionarnos dentro de las coordenadas de la fantasía que articula la realidad de estos personajes. Así, el ejercicio mental no resulta tan descabellado, cuando entendemos que los personajes, sujetos a un proyecto absolutista del padre, del cual nunca se está muy claro, son esclavos ni siquiera de la violencia más crasa, sino del aparato ideológico-supersticioso más efectivo. En una escena el padre (y la madre) traducen caprichosamente la canción Fly Me to the Moon de Frank Sinatra; mientras que en otra los niños (adultos) ni osan acercarse a la línea imaginaria (el riel de un portón eléctrico) que divide el lugar seguro – los linderos del hogar – del lugar tenebroso del Afuera, que garantiza la muerte de quien salga, salvo la del padre.


Aunque por su fría puesta en escena y la presencia constante de tensión remite mucho a Michael Haneke, Lanthimos no necesariamente propone trazar una genealogía de lo monstruoso o de la barbarie en lo humano o en la civilización. En este sentido, Lanthimos, al igual que el padre de la película, no ofrece un cuadro claro de su proyecto, es decir, de la finalidad del mismo. Se le presta más atención al proceso que al factor histórico o social – aunque ciertamente hay mucho espacio para extrapolar posibles ambientes de supervivencia a un nivel rudimentario de sociedad: desde el manejo del lenguaje, la maduración sexual (si alguna) y el ir paulatinamente destapando el vacío de poder del padre. Podría decirse que en lo que White Ribbon traza un cierto malestar de la cultura en una comunidad de Austria que, pudiera inferirse, dio pie a la hecatombe fascista del siglo 20 – ciertamente una formula reductiva –, Dogtooth vuelve la mirada a un estado casi pre-edipal del aparato social. Una cosa une a ambas, es que en la medula del asunto son niños los que protagonizan y/o son víctimas y potenciales victimarios del horror y la opresión que sufren.


Con un ritmo pausado, el filme va mostrando nuevos panoramas en donde se le da otra vuelta a la tuerca: en donde se aumenta el nivel de dificultad para que el padre pueda mantener total control de lo que naturalmente son seres curiosos. La introducción de una empleada a quien el padre le paga para que tenga relaciones sexuales con el varón de la casa, cual visitante ‘q’, toma las funciones de un agente desestabilizador que introduce nuevos conocimiento léxicos (la palabra ‘zombie’, por ejemplo) y sexuales, entre otros, que irán socavando la autoridad del padre en crescendo. Aquí nuevamente en concordancia con Haneke, la violencia va poco a poco revelándose más física y frontal, ya no tan sólo como un aparato ideológico que siempre estuvo subyacente a las circunstancias. En lo que pudiese ser quizá la escena más violenta (y eso es mucho decir), la hija mayor atentará en contra de su ‘diente de perro’, elemento cuya pérdida, según el padre, determina que finalmente se puede salir de los linderos del hogar.


¿Será que el padre, en su ensayo de realizar la fantasía edénica, casi utópica, de un mundo perfecto y de protección para sus hijos, exento de toda perversión y todo “mal”, en consecuencia terminó por confirmar la père-version intrínseca a esta fantasía, el verdadero no-lugar ya implícito en la palabra utopía (u-topos)?


Ah, ¿ya lo mencioné? Tiene escenas muy graciosas… creo.

>La manecilla cinematográfica

>En las postrimerías del siglo 19 cuando el cinematógrafo era una novedad tecnológica de ferias, la gente hacía filas inmensas para ver el invento mágico. Haber alcanzado esa ilusión de movimiento conmocionaba al público. Las primeras cintas eran una muestra técnica, sin mucha narrativa, del curioso invento. Por un leve defecto ocular que todos tenemos (y que se logró descifrar), se pudo crear esa ilusión en nuestra percepción. El cinematógrafo hace uso de una fórmula matemática basada en una relación entre el tiempo y la imagen.

24 fotogramas x segundo.

Tal es la fórmula del aparato que ha marcado la historia cultural del planeta durante más de 115 años. Mucho ha ocurrido con el invento desde aquellos primeros días, sin embargo, y contrario a lo que muchos han pronosticado, todavía no se ha perdido el interés por las obras cinematográficas.

Debido a la proliferación de salas y medios domésticos para disfrutar del cine ya no es tan común ver filas kilométricas tratando de entrar a una película. Sin embargo, de repente un evento cinematográfico capta la atención de la muchedumbre. Ejemplo de esto, y sin carecer de absurdidad, suelen ser las películas de James Cameron o alguna de las muchas reposiciones de la Guerra de las galaxias.

También hace unos días, y esto fue una grata constatación, el filme de 24 horas The Clock de Christian Marclay. Presentada en la galería Paula Cooper en Chelsea, The Clock logró que cientos de Newyorkinos, pasaran un promedio de tres horas en fila bajo el frío invierno para lograr ver algún segmento de esta maratónica propuesta.

Ciertamente The Clock no es una obra filmada. Más bien es una pieza artística construida a partir de un re-montaje conceptual. Marclay y sus colaboradores han ensamblado escenas de miles de películas para construir un reloj cinematográfico de 24 horas a tiempo real. La hora en que el público entra a la sala coincide en su totalidad con la hora representada en pantalla. Por ello es necesario que el filme se ajuste al horario de la ciudad donde se presenta. Cada minuto del día esta registrado en un fragmento fílmico, ya sea por que se ve un reloj como motivo principal de la imagen, algún personaje menciona la hora o en cierto lugar del decorado se puede dilucidar algún reloj, ya sea digital o de cuerda.

En adelante, me es necesario cambiar a un tono más subjetivo. Luego de tres horas y cuarto en fila, espera que por cierto me dio pie a conectarla con esa experiencia primigenia con el cinematógrafo, inicio mi experiencia como testigo del reloj.

11:33 p.m fue la hora exacta.

The Clock llevaba corriendo desde las 9:00 AM, así que me toco presenciar la cúspide de la noche. Aparte de mantenerse la propuesta de mostrar relojes minuto tras minutos, poco a poco me fui dando cuenta de una narrativa subterránea que se iba contando.

En el filme cronómetro entre 11:30 p.m y la media noche todo tipo de personaje se preparaba para irse a la cama: leían, veían televisión, hacían la última llamada del día, comían, tenían sexo. A las doce, casi como en la despedida de año, hubo una catarsis: explosiones, relojes reventando, disparos y orgasmos. Eso duró unos 10 minutos. Entonces, todo empezó a tranquilizarse y el filme regresó a una pasividad tensa en la que personajes trataban de dormir y eran interrumpidos por sus parejas o por impertinentes/psicópatas que llamaban por teléfono. El sexo fue recurrente por un rato, pero estas instancias de cama fueron sustituidas en cuestión de minutos por personajes sufriendo insomnio, soledad alcohólica y miedo.

Llegada la una de la mañana esta última representación se acrecentó acompañada por imágenes oníricas, sonambulismo y algo de crimen organizado: terribles pesadillas repiqueteando cada minuto de la madrugada. Por una extraña razón los filmes que juntaron para esta hora databan de los años veinte, treinta y cuarenta quizás, asumo, por reflejar el auge del movimiento surrealista. En todo caso la visión del realizador fue la de una noche doméstica en la que los personajes se ensimisman dolorosamente en el interior de apartamentos y mansiones.

A la 1:35 decidí salir de la galería.El filme seguiría por varias horas más, horas que especulo, si seguía esa propensión oscura, serían extrañas a más no poder. Todavía habían muchas personas en fila esperando atrapar algo de la película.

The Clock es una pieza deslumbrante que pone al espectador en un estado constante de reflexión. En la pieza, el tiempo, esa abstracción humana, se desprende de nuestras convenciones para ser colocado como protagonista en la “urna” de la galería y de nuestra mente. El cine comenzó como un truco mecánico basado en una medida temporal; Una vez se descubrió el interés del público por las narrativas fílmicas, no se ha dejado de manipular el tiempo interno de los filmes a diestra y siniestra (la elipsis nuestra de cada día). De eso se trata el montaje. Sin duda una premisa es que en el universo fílmico el humano es el Dios Cronos.

Resulta genial que el resultado tipo collage no se limita al azar de escenas con relojes que se suceden una a la otra, sino que Marclay va construyendo una narrativa meta-cinematográfica en la cual, como en una revisión histórica, vemos como el séptimo arte ha abordado, con ciertas tendencias recurrentes, cada hora posible del día. En otras palabras el filme convierte en cotidianidad lo que cada película que compone la pieza se esforzó por presentar extra-cotidianamente.

>CHICO Y RITA: Una Cuba animada

>El pasado jueves 24 febrero fue la premiere de Chico y Rita -la aventura animada de Fernando Trueba y Javier mariscal-, la cual fue grabada parcialmente en la EICTV durante mi primer año de estudios en dicha institución. En lo personal, tuve la suerte de estar presente durante la grabación de la peli en Cuba, como en la premiere de la misma, a la cual asistí con viejos amigos de mi generación, de la 16ª y 17ª. Chico y Rita, que acaba de ganar un Goya como mejor Película Animada, es la primera de este tipo para Fernando Trueba y Javier Mariscal. Trueba -que ha sido ganador de una estatuilla dorada, por la Belle Epoque, y ya de varios Goya-, y Javier Mariscal -un exitoso diseñador y animador Valenciano, creador Cobi, la mascota de los juegos olímpicos de Barcelona en 1992-, se han lanzado a la aventura de hacer un bolero a través del género animado, inspirándose en la figura de uno de los músicos cubanos más importantes de este siglo y del pasado: el gran Bebo Valdés, que a pesar de su avanzada edad, no dejó de asistir a la premiere, verse reflejado en el cartoon de Chico, ni de emocionarse ante la emotiva ovación que recibieron al final de la película.

Fue un trabajo de seis años y un total de 10 millones de euros los que impulsaron este fruto cinematográfico. Ubicada en la Cuba de finales de los años 40, en la cuba actual y en el Nueva York de los 50’s, Chico y Rita, nos cuenta una historia de esas que acostumbramos escuchar en los boleros más corta venas de nuestra América Latina.
Chico es un músico viejo que ha abandonado la música por las circunstancias políticas en la isla y sobre todo después de haber perdido el amor de su vida, su mayor inspiración: Rita. Su vida, en la Cuba actual, es caminar por las calles de la Habana con la mirada lejana, con el paso lento y pesado, pendulando en las ruinas de muchos tiempos sucumbidos, sobreviviendo de lo que puede obtener lustrándole los zapatos a los turistas. De regreso a casa, en el vacío de ésta, las manos viejas de Chico, regresan a algo más: a una pequeña caja donde guarda pequeñas cosas de un pasado lejano, a las cuales comienza a tocar como si éstas fuesen las teclas de un piano viejo y lejano de las que se comienzan a tañer distintos momentos que nos transportan a esa bella Habana de la época de Batista, en donde conoce a Rita, una bella cantante de gran sensualidad. Aquí el bolero, la historia, comienza a construirse, a elevarse, descubriéndonos lo que será su estructura de presente – flashback- presente, dejándose acompasar por las melodías de Bebo Valdés, compositor de la excepcional música de la película. 

La historia de Chico y Rita, al igual que los grandes boleros de nuestra América Latina -en los cuales veíamos recurrentemente la lucha de un amor en contra de la imposibilidad de ser plenamente-, va entonándose en la escala de lo que vendría siendo un melodrama. En mi opinión, la película tiene una trama, que después de tanta evolución dentro del cine narrativo, solo puede funcionar dentro de este género animado, o de su parodia. De haber sido una historia hecha convencionalmente, dígase de actores de carne y piel y no trazos, hubiese sido una película anticuada y llena de clichés, en fin, una telenovela sintetizada y nauseabunda. Pero al explorar con esta historia las convenciones estéticas y las libertades de las películas animadas, logra eludir este aplastante peligro. Es tanta la riqueza, tanto visual como musical, que podés dejar de darle importancia a lo predecible y a los lugares comunes que tiene la película -algo como le pasa a Avatar de Cameron- y disfrutarla tranquilamente y sonreír como un idiota, transportándote a la bella Cuba.

Pero a pesar de lo hermosa que es la música de la película, no deja de ser triste la pobreza de su diseño sonoro. El sonido es plano, sin volumen. En las manos de Nacho Rojas y Pelayo Gutiérrez, la voz de La Habana pierde capas, matices, queda anémica y arrítmica. Por suerte, la imagen es fundamental para el cine y ésta en la peli es su mayor virtud, junto con la música. Hay que afirmar que la manera en que es calcada la imagen de Cuba, tanto de la actualidad como la de los años 40’s, es virtuosa, sencilla pero hermosa. Te hace sentir totalmente el espacio de los personajes, sobre todo cuando hay algún movimiento, en las persecuciones. En el universo físico de la película hacen eco los brochazos de la cartelística cubana de la época, la cual aún sigue conservando en la actualidad unos rasgos muy similares a los de los comienzos de la revolución.

Si bien algunos en algunas escenas de cierta necesidad dramática exigían una mayor expresividad en cuanto a la gestualidad de los personajes -los trazos sintéticos y minimalistas de los mismos-, les daba una sensación de originalidad, se vuelven seres únicos. (Claro, me puedo equivocar al decir esto). Es a través de la policromía de la imagen y no de la definición exacerbada de los dibujos, que la película alcanza un atmosfera rica, emotiva, para situarse en páramos poéticos, no sin dejar de apoyarse -claro está-, en ricos movimientos de “cámara” que te hacen sentirte dentro del espacio.

En cuanto a las actuaciones, hay que destacar la de Mario Guerra. Su personaje: Ramón, es rico en matices, posee mayor dimensionalidad; quizá porque su personaje cumple a lo largo de la película con más funciones que los otros personajes, cuyos únicas funciones eran las de amarse; amarse desde la música y el cuerpo. Por otro lado, el sentimiento central de Ramón sigue siendo el amor, al igual que Chico y Rita, pero va abarcando con éste otros terrenos: ama desde la amistad, desde su deseo de superación, desde la carne y desde la traición. Goza de más grises medios y ya, en cuanto a lo meramente interpretativo, la voz de Mario Guerra -actor de mi tesis Memoria de la lluvia-, viaja a lo largo de un registro emocional superior a los de Limara Meneses (Rita) y Emar Xor Oña (Chico).

Si bien la música de la película es excepcional, hay que hacer mención de que a pesar de que la voz cantada del personaje de Rita es hermosa, ésta no posee ni el cuerpo ni la personalidad de las voces en los boleros cubanos de aquella época, como fue el caso de la divina Elena Burke y la deliciosa Omara Portuondo. Se vuelve por lo mismo, acrónica. Es de timbre más actual, más como…. ¿cómo decirlo? ¿American Idol? Sí, es una voz correcta, de gran registro y afinidad, pero no hay en ella personalidad y quizá su mayor problema sea no poseer esa cualidad de las grandes voces de la época: escapar del olvido. 

Para concluir: más allá de que la película sea una apología del Jazz y de la figura de Bebo Valdés, a esta obra la veo como un tributo a la cultura cubana. A través de este bolero hecho película, Trueba y Mariscal hacen un retrato de lo que puede ser para ellos la cubanidad. Van urdiendo con sus personajes esa picardía en la sonrisa, ese color caliente de Cuba, la sed de los cuerpos bajo represiones dos gobiernos, de dos épocas; la música sudorosa del sexo, la nostalgia bogando en el mar, a lo largo del malecón, la necesidad de ese último beso, el aliento de una Habana que comenzaba a levantarse y que ahora caída no deja de ser hermosa; y sobre todo ha sabido retratar ese deseo de cruzar ese Mar para encontrarse con un gran amor, un amor que nunca ha sido ni jamás será olvidado por nadie.

>Berlanga, Anarquista Irremediable

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ESE ANARQUISTA SIN REMEDIO: LUIS GARCÍA BERLANGA


Chemi González

La muerte de Luis García Berlanga el pasado 21 de noviembre despojó al mundo del cine de una de sus más vitales voces cómicas y críticas. Sin duda alguna, quizás junto a Luis Buñuel, Juan Antonio Bardem, Carlos Saura y Pedro Almodóvar, forma el quinteto de los cineastas españoles más exitosos y conocidos de la historia del cine. Su filmografía comenzada en 1951 con la comedia co-dirigida junto a Juan Antonio Bardem Esa Pareja Feliz quizás no fue tan extensa- unos 16 largometrajes y 7 cortometrajes entre 1948 a 1999-pero sí rica en diversos matices y extremadamente compleja en su reflexión constante de una España cambiante y turbulenta. En pleno franquismo, el gobierno y la censura fueron enemigos de su obra, coartándole muchos proyectos y guiones inéditos. Aún así, cuando logró filmarlas el resultado fueron quizás las películas más mordaces y críticas del régimen franquista que se realizaran en plena dictadura.


Berlanga nació de padres y abuelos republicanos-liberales con una larga trayectoria política, pertenecientes en su tiempo a la clase burguesa de terratenientes de la España profunda- lo que lo empata con otro cineasta recién fallecido, Claude Chabrol, que se autodenominaba como un “comunista burgués”. En su juventud, estudio Derecho y Filosofía y Letras, carreras que abandonaría eventualmente para realizar estudios de cine. Desde muy temprano, chocó con las tendencias de centro izquierda de su entorno y se definió anarquista, como siempre se quiso llamar hasta su muerte. Además de guionista y director, Berlanga fue escritor y fundador de una de las colecciones eróticas más importantes de la literatura en lengua española: La Sonrisa Vertical.

Su obra representaba en el panorama del cine español de finales de los años 50 y comienzos de los años 60- junto con el cine de Juan Antonio Bardem- la alternativa crítica, pensante e inteligente de un cine dominado por la enajenación de las “folklóricas”- Sara Montiel, Carmen Sevilla, Lola Flores etc- o sea las llamadas “españoladas”, los niños estrellas- Joselito y Marisol- y el melodrama de enajenación con tónica religiosa y levemente erótico- era, claro esta, un cine que respondía a la imagen que Franco pretendía dar de lo que era España, imagen de la cual hoy en día todavía sobreviven muchos clichés como los toros y el flamenco. En el cine europeo, y visto de una manera más global, representaba una alternativa al atormentado universo de Bergman, la depresión urbana de Antonioni, el surrealismo de Fellini o la frescura de Godard, Truffaut y los que por ese entonces comenzaban la nueva ola francesa. El cine de Berlanga, sin negar la influencia de la “españolada” y el humor popular tomo la depuración visual, asumió la actitud directa y conciencia social del neorrealismo italiano y lo traslado a un discurso muy español, cargado de esperpento- sin la visión trágica en que podía incurrir el neorrealismo-, con un ojo critico que apuntaba a todos lados, y por eso mismo, volvía más incomoda la denuncia.

Berlanga era ante todo cronista de su tiempo, iconoclasta hasta la médula y comprometido con su visión particular de ver el mundo. Son fáciles de identificar los dardos que lanza a la burguesía y la represión de la dictadura franquista, pero también a la enajenación y desinformación que dicho régimen impuso en su pueblo, noción que está al centro de sus 3 mejores y más conocidos filmes: Bienvenido Mr. Marshall (1953), Plácido (1961) y El Verdugo (1963). Observador inclemente tanto de la izquierda como de la derecha es fácil emparentar en espíritu a Berlanga con otros cineastas notoriamente anárquicos e ideológicamente ambiguos o inconformes- pienso en Sam Fuller, Douglas Sirk, Nicholas Ray, Glauber Rocha, Chabrol, Pasolini, Fassbinder, Altman y la lista puede seguir. En términos estéticos, su cine se decanta como ya mencioné por el acercamiento estético del neorrealismo italiano, sin olvidar la influencia de la sofisticación cómica de dos de sus reconocidas influencias: Ernst Lubitsch y Billy Wilder, influencias evidentes en la meticulosa construcción de personaje y atención a la idiosincracia y profundidad del detalle y la naturaleza de la acción de los mismos. Evidente también es la influencia de Howard Hawks en lo que se convirtió en un “trademark” Berlangiano: el uso del plano-secuencia y el diálogo cruzado de dos o más personajes. Robert Altman perfeccionaría esta técnica en los años 70 llevándola a su máxima expresión. Al igual que Altman, Berlanga prefiere los retratos corales y los múltiples elencos. A pesar de que en su filmografía encontramos estudios de personaje por ejemplo Grandeur Nature (1973) y Paris Tombuctu (1999), ambas con el francés Michel Piccoli, son los retratos corales los que dominan e interesan más al director: Bienvenido Mr. Marshall, Plácido, El Verdugo, La Escopeta Nacional (1977) y sus secuelas: Patrimonio Nacional (1981) y Nacional III (1982), La Vaquilla (1985), Moros y Cristianos (1987) y Todos a la Carcel (1993).


Pedro Almodóvar señalaba recientemente cómo el cine de Berlanga quizás no tuvo la trascendencia internacional que debió haber tenido por ser un cine tan arraigadamente español en su temática y diálogos, lo cual impedía que se pudiese traducir textualmente e ideológicamente más allá del mundo hispanoparlante. Aunque su obra no logró la repercusión internacional de otros cineastas hispanos, la trascendencia, vitalidad y actualidad de la misma sorprende después de cinco décadas. Hablo en particular de sus dos obras maestras, Plácido y El Verdugo.

Plácido es una sátira mordaz que se desarrolla en un pueblo de provincia, es Nochebuena y las autoridades municipales en contuvernio con una compañía de enseres de cocina- Ollas Cocinex- han montado la campaña publicitaria “Cene con un Pobre” en la que diversas estrellas de la farándula serán subastadas a familias pudientes para que entonces un grupo de indigentes sacados del hospital municipal puedan ser sorteados entre las familias y cada una cene con un pobre- y con la estrella de cine-. Nada sale como planeado obviamente, las estrellas de cine resultan ser más que nada modelos y aspirantes a actrices, aficionados niños cantores y cómicos teatrales de cuarta categoria- todo el pueblo espera a Carmen Sevilla, para entonces la gran estrella del cine español-. En medio de todo esto, Plácido Alonso (Cassen, famoso cómico de la época, en su extraordinario debut cinematográfico) contratado por el burócrata Quintanilla (el siempre genial José Luis López Vázquez) para liderar la cabalgata de las estrellas del cine desde la estación de tren hasta el pueblo, intenta pagar el primer plazo del pago de su motocarro, su medio de trabajo en el cual es explotado por las autoridades municipales. Berlanga satiriza las campañas de “caridad” que el franquismo rutinariamente realizaba en las navidades, para condenar a los que utilizan dichas obras caritativas para ensalzar sus propios medios. Al final, lo importante no es ayudar a los pobres- de hecho nunca en el filme ningún personaje hace algo por directamente ayudar a los ancianos enfermos del hospital, y cuando lo hacen hacia el final del filme es para lograr los objetivos de la campaña más que por interés personal. Es para mantener las apariencias, y ninguno de sus patronos puede ayudar o parece estar dispuesto a ayudar a Plácido y a su numerosa e infeliz familia en el transcurso del metraje. En uno de los finales más geniales del cine, Plácido se dispone a por fin cenar en Nochebuena con su familia y mientras se ve en plano largo el motocarro, centro de tantos percances, una dulce voz infantil nos canta un villancico en el que recalca que “en este pueblo ya no hay caridad, ni nunca la ha habido ni nunca la habrá”.


Por otra parte, El Verdugo narra la historia de José Luis (Nino Manfredi) que tiene la “mala” suerte de enamorarse de Carmen (Emma Penella), la hija del verdugo local, Don Amadeo (Pepe Isbert) un señor antipático que ve su profesión desde una muy fría lógica: le hace un servicio a las autoridades locales, y si no es él, alguien más tendrá que hacerlo. Carmen no tenía pretendientes ya que nadie quería ser novia de “la hija del verdugo” y José Luis será rechazado por amigos, familia y la sociedad en general cuando no solo se compromete con Carmen sino en contra de su voluntad decide de muy mala gana, pero para asegurarse un futuro, aceptar el puesto de verdugo que ya Don Amadeo dejará por vejez. Ganadora del máximo galardón en el Festival de Cine de Venecia en 1963 y censurada por el gobierno franquista en su estreno, El Verdugo no solo es el mejor alegato cinematográfico que se haya hecho en contra de la pena muerte, es también un complejo comentrario sobre una sociedad en que el materialismo y el consumerismo van más allá de toda comprensión moral y humana de las cosas y de como eso inevitablemente lleva a la alienación social y al rechazo. En ambas películas además, del ojo de Berlanga no se puede subestimar la contribución de ese gigante de los guionistas cinematográficos que fuera don Rafael Azcona.


A pesar de que estos dos filmes recién comentados son los más redondos y complejos de la filmografía de Berlanga, toda su obra tiene un gran valor y merece ser vista a pesar de ser de difícil acceso en nuestros lares, pero si tan solo fuera por los sendos alegatos sociomorales de Plácido y El Verdugo la obra de Berlanga, ese anarquista sin remedio, perdurará y ante todo dejará huella sin duda en los nuevos cineastas que lo descubran. El mundo que pinta, por desgracia, no ha cambiado tanto.

>Guillermo Cabrera Infante: Del "boom" latinoamericano al cine de Hollywood

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Aunque parezca raro el nexo entre el “boom” latinoamericano y el cine de Hollywood, existe un personaje que une ambos mundos: el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. Nacido en Gibara, en 1929, esta figura formó parte tanto del auge de escritores latinoamericanos a nivel mundial en la década de los sesenta como también guionista de una de las industrias de cine más importantes: los estudios de Hollywood. Por un lado, y aunque él lo negara en sus entrevistas, su novela Tres tristes tigres (1967) pertenece hoy al canon del “boom” latinoamericano junto a Rayuela de Julio Cortázar, La casa verde de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, entre otras. Por otro, su vida se vio ampliamente marcada por el cine desde los veintinueve días de nacido. Según el propio Cabrera Infante, su madre, cinéfila por vocación, lo llevó a esa edad a ver una adaptación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. De este lado materno es que hereda su pasión por el cine, sobre todo por directores como Alfred Hitchcock, John Ford, Howard Hawks y Orson Welles. Veamos entonces en detalle cómo la relación cine y literatura forjó su carrera.
Durante su juventud, Cabrera Infante creció en un hogar humilde y sumido en la persecución política debido a que sus padres eran comunistas. No había dinero, por lo que para ver películas había que elegir entre ir al cine o comprar comida. Su madre solía hacerles la pregunta a su hermano menor Sabá Cabrera Infante y a él: “Niños ¿Cine o sardina?” y así fue como se acostumbraron a dejar de comer para saciar la pupila. Posteriormente, en 1941, la familia se mudó a La Habana en donde Guillermo Cabrera Infante, varios años después, comenzó a escribir cuentos y crítica de cine para ganarse la vida. Fue en 1948, específicamente, cuando publicó su primer cuento en la revista Bohemia, logro que lo motivó a seguir escribiendo hasta que en 1952 fue encarcelado por publicar uno con lenguaje obsceno. El juez le prohibió la publicación de cualquier otro texto que llevara su nombre por lo cual tuvo que inventarse un pseudónimo para escribir: G. Caín. Éste pseudónimo aparecerá posteriormente como autor de sus críticas de cine en otra revista importante de los años cincuenta: la revista Carteles. Ya para entonces, Cabrera Infante había participado en los cine clubes de La Habana y había fundado en 1951 la Cinemateca de Cuba. Esto significa que dominaba un amplio conocimiento para escribir sobre cine. Ocho años después, con el triunfo de la Revolución cubana, Cabrera Infante se encargará de recopilar algunos de sus textos de ficción para publicarlos bajo el título de Así en la paz como en la guerra (1960) y las críticas de cine bajo el título de Un oficio del siglo XX (1963).
Estos dos primeros libros demuestran que hasta ese momento, la trayectoria de Guillermo Cabrera Infante como escritor había separado los mundos del cine y la literatura. No es hasta la publicación de Tres tristes tigres, entonces, que se traza el puente entre ambos. Pero para explicar esta yuxtaposición hay que retroceder en el tiempo hasta los primeros años de la Revolución ya que para esta época es que él comienza a escribir su novela en respuesta a un suceso que vale la pena contar. En 1960, Sabá Cabrera Infante, su hermano, junto al fotógrafo Orlando Jiménez Leal, filmó, al estilo free cinema, la película P.M. capturando la vida nocturna de La Habana. Esta película causó un escándalo en las altas esferas del nuevo gobierno revolucionario, fue declarada decadente y confiscada. En venganza por la censura, Guillermo Cabrera Infante decide “traducir” en una novela lo que su hermano había hecho en el cine. De aquí es que nace realmente Tres tristes tigres, es decir, de una base cinematográfica. De esta forma, le rinde homenaje a una de sus grandes pasiones y a la vez escribe su opera magna.
Posteriormente, ya en su exilio en Londres para 1966, Guillermo Cabrera Infante decide entrar de lleno a la escritura de guiones para ganar dinero. Así lo confiesa en sus entrevistas ya que como escritor exiliado estaba en la penuria. La industria de cine, primero en Londres y luego en Hollywood, le servirá como una importante fuente de sustento. Algunos de sus libretos nunca fueron producidos, como “El Máximo”, “The Jam” y “Under the Volcano”, pero el primero que filmaron se convirtió en objeto de culto: Wonderwall (1968). Esta película aún no pertenece a la fórmula Hollywood como lo hará posteriormente el autor cubano en otras películas. Más bien la misma se acerca a Blow-up (1966) de Michelangelo Antonioni, sobre todo en la cinematografía. Este detalle no sé qué le habrá parecido a Cabrera Infante en aquel momento ya que en varias ocasiones admite su desinterés por los directores europeos conocidos como auteurs. No le gustan las películas de Jean-Luc Godard, ni las de Ingmar Bergman, ni las de Antonioni, sobre todo después de haber visto Zabriskie Point. Prefiere, como dijimos anteriormente, a Alfred Hitchcock, a Howard Hawks, a John Ford, entre otros.
En general, Wonderwall es una joya del arte psicodélico. No solo utiliza los colores brillantes y los filtros tan característicos de los años sesenta y setenta en su cinematografía, sino que también le hace la música nada más y nada menos que el guitarrista de The Beatles, George Harrison. Esta combinación entre estética y música es mágica. Por un lado, Harrison le añade una atmósfera extravagante con los sonidos de la India mezclando la cítara y la guitarra eléctrica. Por otro, la saturación de colores y la yuxtaposición de imágenes le añaden un carácter espectacular a la misma, en el sentido literal de la palabra. En términos del guión, la historia es sencilla pero Cabrera Infante se da la licencia para alejarse de lo racional. En Hollywood esta “irracionalidad” no se le hubiese permitido y en ella recae, a mi entender, el éxito de la película. En sí, la trama cuenta la vida de un profesor que se obsesiona por su vecina jovencita a quien descubre que puede espiar por un agujero en la pared. Esta pared se convierte en su wonderwall que lo lleva a alucinar incluso cuando no está mirando a través de ella: en el trabajo, en los sueños, bajo el microscopio, etc. La película juega con el vouyeurismo y la escopofilia, lanzándole una guiñada a los espectadores que también lo son. Somos tan patéticos como el profesor, pero su patetismo nos divierte y junto a él podemos alucinar. Es, entonces, en su conjunto, una invitación al delirio.
Años más tarde, Guillermo Cabrera Infante abandonará estas apuestas por lo irracional y pasará a trabajar para los estudios de Hollywood. Con Vanishing Point, estrenada en 1970, recibe el mayor salario que jamás había recibido y la película resulta ser un éxito. En ella, Cabrera Infante se aprovecha de las fórmulas de las películas de acción hollywoodenses, para contar la historia de un ex-competidor de carreras (o racer ya que no traduce bien la palabra) que se convierte en fugitivo. La trama se limita exclusivamente a la larga persecución policíaca desde el estado de Colorado hasta el estado de California, cruzando a toda velocidad por medio del desierto. En el transcurso del viaje, vemos cómo el protagonista encuentra sus puntos de fuga (vanishing points) escapando de la ley y la justicia una y otra vez, y cómo poco a poco se va convirtiendo en un héroe popular; las personas lo admiran porque no hay nadie que lo detenga. En este sentido, la película logra su éxito al incluir la figura de un héroe y una persecución, fórmulas ampliamente probadas por Hollywood por lo que apostar a ellas tenía una alta probabilidad de éxito. Se podría decir que Vanishing Point es esta apuesta al estilo Hollywood bien atinada.

El guión de Cabrera Infante que no atina, sin embargo, es el último y más reciente comisionado por Andy García y que se titula The Lost City (2005). En el mismo, el escritor cubano retoma los temas de su primera novela, Tres tristes tigres, y trata de rescatar el ambiente de La Habana de 1958 justo antes de la Revolución. Básicamente relata la historia del cabaret El Tropical y de su clausura con el cambio de gobierno en 1959. El protagonista es el jefe de este cabaret que con la Revolución pierde su fortuna y termina exiliado en la ciudad de Nueva York. Lamentablemente, The Lost City peca de panfletera y la agenda política que está detrás de ella le resta valor. No solo la actuación y dirección de Andy García es pésima, sino que también las escenas en las que se despotrica abiertamente en contra del régimen castrista. Como parte de la comunidad cubana en el exilio, sobre todo en Miami, muchas de las películas producidas en o “desde” allí, o sea financiadas por esta comunidad, pierden mérito al presentar una visión extremista y polarizada de la isla de Cuba. Se suelen crear oposiciones binarias simplistas donde lo bueno es el pasado, los buenos son los exiliados, y lo malo es el presente y los comunistas que viven en Cuba. The Lost City, lamentablemente, cae dentro de este grupo. Pero, además de eso, encarna una nostalgia que puede ser peligrosa porque idealiza la década de los cincuenta en contraposición con la época actual, entiéndase los últimos 50 años. Aunque Guillermo Cabrera Infante se conoce como uno de los anti-fidelistas más aguerridos, en el guión de The Lost City no debió haber cabida para declaraciones políticas. De todas formas, y aunque termine con este intento fallido, es interesante la figura de Cabrera Infante para trazar las conexiones que tuvo el “boom” con Hollywood.

>AN ISLAND, una carta de amor a Als

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AN ISLAND, una carta de amor a Als

Imágenes: Vincent Moon; música: Efterklang.

Hace algún tiempo Manhola Dargis reseñó para el NY Times, a propósito de Avatar, que si algo distinguía el trabajo de James Cameron era su habilidad de recuperar el poder de maravillar (“one still capable of producing the big WOW”, “awe”… “wonder”) que en general había perdido el cine. Este comentario encapsula un error craso. No se trata de que Avatar sea o no la reanudación oficial del poder de embelesar del llamado séptimo arte – esto, por demás, siempre estará razonablemente sujeto a debate –; más bien, el error recae en limitar dicho poder a un cine efecti$ta, de recursos inagotables, y que pocas veces deja espacio a la introspección – ese otro terreno de lo maravilloso tan poco cultivado en el Hollywood.

Dargis, sin embargo, acierta en convocar un sentimiento (o nostalgia) con el que, creo, muchos nos podemos identificar: ese momento auténtico que sólo se puede articular, más allá de toda pretensión analítica o poética, con el mismo burdo y visceral grito con el que también alguna vez bramó Godard en uno de sus Cahiers: “¡Eso es cine!” (Claro, con el matiz criollo boricua: “¡Eso es cine PUÑETA!) En fin, digresión injustificada, este escrito es producto de ese grito, pero ubicado en el lugar más recóndito de lo íntimo, no de la grandilocuencia camerona.

La colaboración cuasi documental, cuasi musical An Island, del seudonimado cinematógrafo francés Vincent Moon y de la banda danesa Efterklang, dista mucho – demasiado quizás – de la analogía propuesta antes con Avatar; pues no estamos ante una épica hollywoodense. De hecho, si algo caracteriza a este trabajo – que además se realizó para ser difundido gratuitamente (info en www.efterklang.net) – es, precisamente, que localiza los confines de la beldad y lo maravilloso, en el detalle, en la sencillez.

El filme sigue la tradición de los proyectos audiovisuales de La Blogotheque (http://www.blogotheque.net/), colectivo de artistas y blogueros, radicados mayormente en Francia, cuya misión consiste, entre otras cosas, en grabar músicos en vivo tocando en espacios abiertos o de cierta movilidad y con el mínimo de equipo (por lo regular hay un camarógrafo y un sonidista). Hay convenciones – algunas estéticas – que caracterizan este lenguaje cinematográfico, del cual Moon es uno de los mayores signatarios: cámara en mano, realizar todo – o casi todo – en una toma, luz natural; además de muchos otros denominadores que pueden hacer de estos video-clips tan mágicos (http://www.youtube.com/watch?v=hq2s0AhdFE4) como tan repetitivos. Lo más importante del fenómeno internacional que se ha vuelto La Blogotheque, es que, además de favorecer el modus operandi DIY (do-it-your-self), han instado a sus seguidores a continuar este modelo.

An Island, sin embargo, no representa una mera expansión de este género a un largometraje de 50 minutos. Aunque el filme parecería un pretexto de presentar la música de Efterklang (cinco canciones, para ser más específico), hay una cierta narrativa abstracta transversal al texto cinematográfico que lo dota de una cohesión ausente en aquellas geniales intervenciones musicales más característicamente espontáneas y dispersas del universo blogothequiano. Lejos de simular una antología musical del disco más reciente de Efterklang, Magic Chairs, el filme colaborativo dialoga de manera sutil con el pasado y presente de los miembros de la banda a través de su música y de su relación incluso táctil con Als (pronunciado els), isla que los vio crecer, partir y regresar de nuevo – ciclo que, podemos inferir, existe sólo en virtud de su reanudación sempiterna, como queda sugerido tanto por el principio como por el final del filme.

Prolífera en tomar detalles, la cámara de Moon no agota sus posibilidades expresivas debido a que nunca persigue un relato biográfico abarcador; se da rienda a que el paisaje comunique por sí solo algo que de otra manera puedira resultar inenarrable. Los episodios musicales, grabados todos en vivo, quedan enlazados por la voz en off de los músicos, quienes relatan, desde el escueto hilo de la memoria, algunos cabos sueltos de sus vidas en Als. Punto que además resulta importante para no hacer del filme otro documental más. Cual gesto de amor, la banda incorpora familiares, amigos y/o fanáticos de todas las edades en sus intervenciones musicales.

Hay, además, una progresión sonora (y visual) que recoge desde los ruidos más primitivos a las melodías más elaboradas: desde exploraciones con metales y sonidos ambientales – el sonido de lluvia, la casi imperceptible acaricia de una pluma, la distorsión de un maltrecho radio – hasta los ya más elaborados arreglos musicales. De esta manera el filme localiza los orígenes musicales de Efterklang en los propios sonidos endémicos de la isla. An Island construye un paisaje íntimo por el cual quedan simbióticamente ligados los músicos de su isla, y así, la isla de sus músicos, configurando entonces un plano donde ninguno de estos componentes puede pervivir sin el otro.

Si An Island resulta lírica, lo hace incidentalmente. El filme de Moon y Efterklang no procura confeccionar momentos poéticos, más bien parece darse con ellos por ventura, encontrando así la poesía inherente al lugar y su gente y de la que la música de Efterklang parece ser heredera y fiel portaestandarte. En todo caso se trata de un lirismo errático y tosco en tanto humano, y por ende, cargado de mucha honestidad.

No estamos ante un filme “perfecto”, sino ante una verdadera carta de amor tripartita – de Moon a Efterklang, de Efterklang a Moon, y finalmente, de ambos a la isla de Als – de la cual, si se deja llevar, el espectador puede volverse el más enternecido cómplice.

>Gregg Araki, Kaboom y el teen cinema

>La cultura cinematográfica estadounidense tiene una fascinación con las historias de adolescentes. Cada año decenas de películas se producen en las que grupos de jovencitos tienen todo tipo de descabelladas aventuras. Una de las razones obvias para esta obsesión es el intento de configurar nuevos mercados entre un grupo de edad que recién empieza a adquirir poder de adquisición y que según se configure, será una fuerza económica importante una vez lleguen a la adultez. Otra razón relevante es que la adolescencia es celebrada e idealizada en esta imaginería colectiva como una etapa de inconmensurables libertades, reducidas responsabilidades, deliciosa inmadurez, cuerpos lustrosos y abundantes pericias sexuales. Hollywood trata de decir que en la adolescencia prevalece la simpleza y el goce. Incluso cuando este cine retrata a los que no encajan dentro de la norma y las tendencias, por las razones que sean, suele reivindicarlos ofreciéndoles momentos de heroicidad sacrificada. El dolor y el rechazo los dignifica. La rebeldía los lleva a entender la vida adulta y de una forma u otra reciben su recompensa con finales felices.

Cierto que son pocos, pero hay directores que se salen de este discurso que equipara la adolescencia con la diversión superficial. Se puede mencionar entre ellos a Larry Clark, Gus Vant Sant, Harmony Korine y el que me compete hoy Gregg Araki. Estos directores han creado una obra que vuelve recurrentemente a examinar la temprana juventud. Sin embargo la manera de retratar esta edad es presentando la problemática que implica esa primera toma de conciencia de pertenecer a una cultura de la violencia; de la pobreza económica y moral; de la celebración narcótica, de la sexualidad enajenante y enfermiza; de la intolerancia a lo diferente y a la expresión creativa. Estas películas abordan los conflictos existenciales de los adolescentes no como algo pasajero y liviano, sino como el verdadero umbral al malestar que provocan nuestras sociedades.

Gregg Araki como cineasta es fiel a este tema. The Doom Generation, Nowhere o Mysterious Skin, son referencias necesarias dentro de este enfoque que hablo (sobretodo desde el ámbito sexual). Araki acaba de estrenar película, se llama Kaboom y como ya es habitual, regresa a contar una historia de teenagers.

El jueves 27 de enero se estreno esta película en New York con el director y el actor principal, Thomas Dekker, presentes para un conversatorio con la audiencia en las salas del Brooklyn Academy Of Music. Kaboom es un filme mucho más ligero y divertido que los anteriores. Atraviesa géneros pasando por la comedia sexual, el sci-fi y el thriller psicológico. Sin delatar demasiado, la película sigue a un prepa universitario y su círculo de amigos y amantes, mientras se abandonan a los placeres del sexo. El relato se complica cuando el protagonista Smith, empieza a tener visiones de un culto de personas con máscaras de animales que asesinan a una peliroja. Sueño, fantasía y alucinaciones se mezclan en la narrativa en la mejor tradición surrealista con un final abiertamente apocalíptico.

Sin ser demasiado profunda (Araki hace películas Pop-ominosas), Kaboom no se entrega por completo a la superficialidad. Su visión extraña tiene mucho de comentario político-sexual. Araki se rebela contra las normas tanto hetero-normativas como homosexuales. Estos jóvenes son pluri-sexuales, tanto en sus preferencias como en la cantidad de gente con quien se acuestan. El director presenta una nueva generación, ya no tan condenada, que se resiste a las etiquetas y que vive una sexualidad muy libre, espontánea e incluso sobrenatural. En este mundo particular y fantasioso, por supuesto, las represiones no dominan a los personajes y tanto la energía sexual como la psíquica van de la mano correspondiéndose y alimentándose. Aunque la premisa es la de un sexo sin mayores consecuencias, una lectura posible es que las visiones sádicas que empieza a sufrir Smith son en realidad la metáfora de todos los factores internos y externos que destruyen esa utopía sexual. El debate se podría abrir.

Lamentablemente estos temas o análisis quedaron fuera del conversatorio que siguió a la proyección. Las preguntas expuestas rayaron en lo banal. Una curiosidad superflua dominó al público e incluso al cineasta para con su propio trabajo. Quizás por la frecuencia y el fácil acceso a estos eventos en NYC, parte del público ha perdido la conciencia de aprovechar estos foros como momentos de aprendizaje y de transmisión de ideas. Rescato de la conversación, sin embargo, el momento en que Araki defendió la escritura de historias cinematográficas que superen las restricciones de géneros específicos, o de una visión cerrada de la “realidad” y en su caso, de la juventud. Esta apuesta a guiones que se desenvuelvan libremente según la imaginación del artista es una de las premisas principales del cine independiente y aunque parece obvio resulta importante reiterar sobre ello.