>La misma respuesta siempre… Desde el más pos-estructural asesino de autores (o de auteurs) al más desmitificador del “intentional fallacy” vía los apóstoles del New Criticism vía T.S. Eliot, vía (llene el blanco), vía (llene el blanco)… hasta el máximo común espectador de cine que va disfrutar la última adaptación de Nicholas Sparks a cine (éste quien, intuyo, ha constituido toda una carrera de escribir tétricas novelas enlatadas para cine, protagonizadas siempre por gente con alguna enfermedad terminal), hasta aquel/la que ansioso espera el próximo capítulo de Twilight Reloaded with Vampires in G-strings… Siempre, ok pues, casi siempre, la misma respuesta: “La película es buena, pero el libro es mejor (superior)”, y en ocasiones se añade, “porque explica cosas que la película no”. Es decir, poco importa la esfera intelectual o los campos semióticos/semánticos desde los cuales se aprecie el cine, somos, casi siempre, muy conservadores a la hora de juzgar el éxito de una adaptación cinematográfica según el material literario o mediático que la preexiste.
>Cine asesino: El peligro de las adaptaciones
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>Vidas Sêcas: Apuntes de bifrontismo de una época
>Director y guión: Nelson Pereira dos Santos/ Productores: Luiz Carlos Barreto, Herbert Richers, Nelson Pereira dos Santos. / Reparto: Atilo Iório, Maria Ribeiro, Orlando Macedo, Jofre Soares, Gilvan Lima, Genivaldo Lima, Baleia./ Premios: Premio de Cine de Arte y Ensayo; Mejor film para la juventud, Premio de la OCIC (Oficina Católica Internacional del Cine). Mención honorífica en el Festival de Cine de Varsovia (1964). Mejor film en la reseña de Cine Latinoamericano de Génova (1965). Nominado a la Palma de Oro en Cannes (1964).
Vidas Sêcas es un filme molesto, incómodo, como arena en los zapatos o en el plato de comida. Rocha resume la actitud de un hipotético espectador, que “se aburre con ese Fabiano inútil en la pantalla” y “rechaza seguir el movimiento que el film le obliga a hacer para comprender que Fabiano no vive en el mejor de los mundos, y que, para que Fabiano pueda cambiar, es necesario que él y los demás cambien el mundo”. En Vidas Sêcas se acabaron los westerns de vaqueros felices, se terminaron los exotismos: el hambre es el hilo conductor que, como aseverarían Robert Stam y Randal Johnson, “caracteriza no sólo la estética y el sujeto de la película, sino también sus métodos de producción”.
– Madre, ¿qué es el infierno?
>Palabras dispersas sobre Dogtooth…
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Director: Giorgos Lanthimos; guión: Efthymis Filippou, Giorgos Lanthimos; actores: Christos Stergioglou, Michele Valley and Aggeliki Papoulia
Desde que el mundo es cine (o viceversa), el llamado séptimo arte ha tenido históricamente, entre sus rehenes preferidos, una particular proclividad para mofarse de las discretas burguesías. La masificada fascinación con las imágenes en movimiento incluso llegaron, en un momento dado, a ser producto de aversión por parte de algunos círculos intelectuales, como lo demuestran algunos miembros del llamado Bloomsbury Group u otros de la Escuela de Frankfurt, preocupados algunos porque, por un lado, el cine pudiese rebajar la alcurnia del arte, o por otro lado, que pudiese volverse el más vil instrumento ideológico. El tiempo no tan sólo ha confirmado estas aseveraciones, sino que ha producido además una estirpe de cine predicado precisamente sobre estos preceptos para, en ocasiones, morderse la propia cola.
Una ecuación algo así como: caminando la cuerda floja de las certezas o discreciones burguesas – las alertas/ miedos antes mencionadas, por ejemplo – me valgo de un instrumento, el filme, para desmontar todo eso en lo que tu mundo depende – es lo que está en juego. Esta gramática de cine contestatario ciertamente ha pervivido, de la mano de Buñuel, en un tono cínico-sátiro hasta en comedias de Hollywood. No obstante, de esta estirpe hay otro cine que de un tiempo para acá asoma su cabeza para mirar también “comicamente” a la burguesía. En Pasolini, Miike (particularmente Visitor Q), Haneke y en muchos de los filmes más entrópicos de los Cohen, se localiza desde el lugar de lo ominoso, el horror intrínseco al animal humano, y, créanlo o no, con una invitación abierta a reírnos de él.
Girogos Lanthimos ofrece una de las más recientes aportaciones a este espectro, su filme es Dogtooth.
Tres hermanos adultos – un hombre y dos mujeres, fácilmente de entre 20 a la treintena de años de edad – viven como niños bajo la tutela de un padre (y una madre) que los cría dentro de los cuarteles de una casa y su portón eléctrico, con la certeza de que si cruzan estos linderos morirán ahogados o asesinado por algún gato. Una fórmula similar a la errática pero no obstante también impresionante Bad Boy Bubby (dir. Rolf de Heer, 1993), cuya trama gira en torno a la salida al mundo de un viejo/niño quien había sido criado encerrado por su madre por más de treinta años. Dogtooth, en cambio, supera la fórmula para otorgar uno de los más ambiguos retratos del impulso totalitarista y/o de control del animal humano.
Sería fácil tildar estas narrativas de absurdas. No obstante, al ubicar al espectador dentro de los portones, aún con la distancia y frialdad que caracteriza la puesta en escena, Dogtooth logra posicionarnos dentro de las coordenadas de la fantasía que articula la realidad de estos personajes. Así, el ejercicio mental no resulta tan descabellado, cuando entendemos que los personajes, sujetos a un proyecto absolutista del padre, del cual nunca se está muy claro, son esclavos ni siquiera de la violencia más crasa, sino del aparato ideológico-supersticioso más efectivo. En una escena el padre (y la madre) traducen caprichosamente la canción Fly Me to the Moon de Frank Sinatra; mientras que en otra los niños (adultos) ni osan acercarse a la línea imaginaria (el riel de un portón eléctrico) que divide el lugar seguro – los linderos del hogar – del lugar tenebroso del Afuera, que garantiza la muerte de quien salga, salvo la del padre.
Aunque por su fría puesta en escena y la presencia constante de tensión remite mucho a Michael Haneke, Lanthimos no necesariamente propone trazar una genealogía de lo monstruoso o de la barbarie en lo humano o en la civilización. En este sentido, Lanthimos, al igual que el padre de la película, no ofrece un cuadro claro de su proyecto, es decir, de la finalidad del mismo. Se le presta más atención al proceso que al factor histórico o social – aunque ciertamente hay mucho espacio para extrapolar posibles ambientes de supervivencia a un nivel rudimentario de sociedad: desde el manejo del lenguaje, la maduración sexual (si alguna) y el ir paulatinamente destapando el vacío de poder del padre. Podría decirse que en lo que White Ribbon traza un cierto malestar de la cultura en una comunidad de Austria que, pudiera inferirse, dio pie a la hecatombe fascista del siglo 20 – ciertamente una formula reductiva –, Dogtooth vuelve la mirada a un estado casi pre-edipal del aparato social. Una cosa une a ambas, es que en la medula del asunto son niños los que protagonizan y/o son víctimas y potenciales victimarios del horror y la opresión que sufren.
Con un ritmo pausado, el filme va mostrando nuevos panoramas en donde se le da otra vuelta a la tuerca: en donde se aumenta el nivel de dificultad para que el padre pueda mantener total control de lo que naturalmente son seres curiosos. La introducción de una empleada a quien el padre le paga para que tenga relaciones sexuales con el varón de la casa, cual visitante ‘q’, toma las funciones de un agente desestabilizador que introduce nuevos conocimiento léxicos (la palabra ‘zombie’, por ejemplo) y sexuales, entre otros, que irán socavando la autoridad del padre en crescendo. Aquí nuevamente en concordancia con Haneke, la violencia va poco a poco revelándose más física y frontal, ya no tan sólo como un aparato ideológico que siempre estuvo subyacente a las circunstancias. En lo que pudiese ser quizá la escena más violenta (y eso es mucho decir), la hija mayor atentará en contra de su ‘diente de perro’, elemento cuya pérdida, según el padre, determina que finalmente se puede salir de los linderos del hogar.
¿Será que el padre, en su ensayo de realizar la fantasía edénica, casi utópica, de un mundo perfecto y de protección para sus hijos, exento de toda perversión y todo “mal”, en consecuencia terminó por confirmar la père-version intrínseca a esta fantasía, el verdadero no-lugar ya implícito en la palabra utopía (u-topos)?
Ah, ¿ya lo mencioné? Tiene escenas muy graciosas… creo.
>La manecilla cinematográfica
>En las postrimerías del siglo 19 cuando el cinematógrafo era una novedad tecnológica de ferias, la gente hacía filas inmensas para ver el invento mágico. Haber alcanzado esa ilusión de movimiento conmocionaba al público. Las primeras cintas eran una muestra técnica, sin mucha narrativa, del curioso invento. Por un leve defecto ocular que todos tenemos (y que se logró descifrar), se pudo crear esa ilusión en nuestra percepción. El cinematógrafo hace uso de una fórmula matemática basada en una relación entre el tiempo y la imagen.
24 fotogramas x segundo.
Tal es la fórmula del aparato que ha marcado la historia cultural del planeta durante más de 115 años. Mucho ha ocurrido con el invento desde aquellos primeros días, sin embargo, y contrario a lo que muchos han pronosticado, todavía no se ha perdido el interés por las obras cinematográficas.
Debido a la proliferación de salas y medios domésticos para disfrutar del cine ya no es tan común ver filas kilométricas tratando de entrar a una película. Sin embargo, de repente un evento cinematográfico capta la atención de la muchedumbre. Ejemplo de esto, y sin carecer de absurdidad, suelen ser las películas de James Cameron o alguna de las muchas reposiciones de la Guerra de las galaxias.
También hace unos días, y esto fue una grata constatación, el filme de 24 horas The Clock de Christian Marclay. Presentada en la galería Paula Cooper en Chelsea, The Clock logró que cientos de Newyorkinos, pasaran un promedio de tres horas en fila bajo el frío invierno para lograr ver algún segmento de esta maratónica propuesta.
Ciertamente The Clock no es una obra filmada. Más bien es una pieza artística construida a partir de un re-montaje conceptual. Marclay y sus colaboradores han ensamblado escenas de miles de películas para construir un reloj cinematográfico de 24 horas a tiempo real. La hora en que el público entra a la sala coincide en su totalidad con la hora representada en pantalla. Por ello es necesario que el filme se ajuste al horario de la ciudad donde se presenta. Cada minuto del día esta registrado en un fragmento fílmico, ya sea por que se ve un reloj como motivo principal de la imagen, algún personaje menciona la hora o en cierto lugar del decorado se puede dilucidar algún reloj, ya sea digital o de cuerda.
En adelante, me es necesario cambiar a un tono más subjetivo. Luego de tres horas y cuarto en fila, espera que por cierto me dio pie a conectarla con esa experiencia primigenia con el cinematógrafo, inicio mi experiencia como testigo del reloj.
11:33 p.m fue la hora exacta.
The Clock llevaba corriendo desde las 9:00 AM, así que me toco presenciar la cúspide de la noche. Aparte de mantenerse la propuesta de mostrar relojes minuto tras minutos, poco a poco me fui dando cuenta de una narrativa subterránea que se iba contando.
En el filme cronómetro entre 11:30 p.m y la media noche todo tipo de personaje se preparaba para irse a la cama: leían, veían televisión, hacían la última llamada del día, comían, tenían sexo. A las doce, casi como en la despedida de año, hubo una catarsis: explosiones, relojes reventando, disparos y orgasmos. Eso duró unos 10 minutos. Entonces, todo empezó a tranquilizarse y el filme regresó a una pasividad tensa en la que personajes trataban de dormir y eran interrumpidos por sus parejas o por impertinentes/psicópatas que llamaban por teléfono. El sexo fue recurrente por un rato, pero estas instancias de cama fueron sustituidas en cuestión de minutos por personajes sufriendo insomnio, soledad alcohólica y miedo.
Llegada la una de la mañana esta última representación se acrecentó acompañada por imágenes oníricas, sonambulismo y algo de crimen organizado: terribles pesadillas repiqueteando cada minuto de la madrugada. Por una extraña razón los filmes que juntaron para esta hora databan de los años veinte, treinta y cuarenta quizás, asumo, por reflejar el auge del movimiento surrealista. En todo caso la visión del realizador fue la de una noche doméstica en la que los personajes se ensimisman dolorosamente en el interior de apartamentos y mansiones.
A la 1:35 decidí salir de la galería.El filme seguiría por varias horas más, horas que especulo, si seguía esa propensión oscura, serían extrañas a más no poder. Todavía habían muchas personas en fila esperando atrapar algo de la película.
The Clock es una pieza deslumbrante que pone al espectador en un estado constante de reflexión. En la pieza, el tiempo, esa abstracción humana, se desprende de nuestras convenciones para ser colocado como protagonista en la “urna” de la galería y de nuestra mente. El cine comenzó como un truco mecánico basado en una medida temporal; Una vez se descubrió el interés del público por las narrativas fílmicas, no se ha dejado de manipular el tiempo interno de los filmes a diestra y siniestra (la elipsis nuestra de cada día). De eso se trata el montaje. Sin duda una premisa es que en el universo fílmico el humano es el Dios Cronos.
Resulta genial que el resultado tipo collage no se limita al azar de escenas con relojes que se suceden una a la otra, sino que Marclay va construyendo una narrativa meta-cinematográfica en la cual, como en una revisión histórica, vemos como el séptimo arte ha abordado, con ciertas tendencias recurrentes, cada hora posible del día. En otras palabras el filme convierte en cotidianidad lo que cada película que compone la pieza se esforzó por presentar extra-cotidianamente.
>CHICO Y RITA: Una Cuba animada
>El pasado jueves 24 febrero fue la premiere de Chico y Rita -la aventura animada de Fernando Trueba y Javier mariscal-, la cual fue grabada parcialmente en la EICTV durante mi primer año de estudios en dicha institución. En lo personal, tuve la suerte de estar presente durante la grabación de la peli en Cuba, como en la premiere de la misma, a la cual asistí con viejos amigos de mi generación, de la 16ª y 17ª. Chico y Rita, que acaba de ganar un Goya como mejor Película Animada, es la primera de este tipo para Fernando Trueba y Javier Mariscal. Trueba -que ha sido ganador de una estatuilla dorada, por la Belle Epoque, y ya de varios Goya-, y Javier Mariscal -un exitoso diseñador y animador Valenciano, creador Cobi, la mascota de los juegos olímpicos de Barcelona en 1992-, se han lanzado a la aventura de hacer un bolero a través del género animado, inspirándose en la figura de uno de los músicos cubanos más importantes de este siglo y del pasado: el gran Bebo Valdés, que a pesar de su avanzada edad, no dejó de asistir a la premiere, verse reflejado en el cartoon de Chico, ni de emocionarse ante la emotiva ovación que recibieron al final de la película.
>Berlanga, Anarquista Irremediable
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La muerte de Luis García Berlanga el pasado 21 de noviembre despojó al mundo del cine de una de sus más vitales voces cómicas y críticas. Sin duda alguna, quizás junto a Luis Buñuel, Juan Antonio Bardem, Carlos Saura y Pedro Almodóvar, forma el quinteto de los cineastas españoles más exitosos y conocidos de la historia del cine. Su filmografía comenzada en 1951 con la comedia co-dirigida junto a Juan Antonio Bardem Esa Pareja Feliz quizás no fue tan extensa- unos 16 largometrajes y 7 cortometrajes entre 1948 a 1999-pero sí rica en diversos matices y extremadamente compleja en su reflexión constante de una España cambiante y turbulenta. En pleno franquismo, el gobierno y la censura fueron enemigos de su obra, coartándole muchos proyectos y guiones inéditos. Aún así, cuando logró filmarlas el resultado fueron quizás las películas más mordaces y críticas del régimen franquista que se realizaran en plena dictadura.
Berlanga era ante todo cronista de su tiempo, iconoclasta hasta la médula y comprometido con su visión particular de ver el mundo. Son fáciles de identificar los dardos que lanza a la burguesía y la represión de la dictadura franquista, pero también a la enajenación y desinformación que dicho régimen impuso en su pueblo, noción que está al centro de sus 3 mejores y más conocidos filmes: Bienvenido Mr. Marshall (1953), Plácido (1961) y El Verdugo (1963). Observador inclemente tanto de la izquierda como de la derecha es fácil emparentar en espíritu a Berlanga con otros cineastas notoriamente anárquicos e ideológicamente ambiguos o inconformes- pienso en Sam Fuller, Douglas Sirk, Nicholas Ray, Glauber Rocha, Chabrol, Pasolini, Fassbinder, Altman y la lista puede seguir. En términos estéticos, su cine se decanta como ya mencioné por el acercamiento estético del neorrealismo italiano, sin olvidar la influencia de la sofisticación cómica de dos de sus reconocidas influencias: Ernst Lubitsch y Billy Wilder, influencias evidentes en la meticulosa construcción de personaje y atención a la idiosincracia y profundidad del detalle y la naturaleza de la acción de los mismos. Evidente también es la influencia de Howard Hawks en lo que se convirtió en un “trademark” Berlangiano: el uso del plano-secuencia y el diálogo cruzado de dos o más personajes. Robert Altman perfeccionaría esta técnica en los años 70 llevándola a su máxima expresión. Al igual que Altman, Berlanga prefiere los retratos corales y los múltiples elencos. A pesar de que en su filmografía encontramos estudios de personaje por ejemplo Grandeur Nature (1973) y Paris Tombuctu (1999), ambas con el francés Michel Piccoli, son los retratos corales los que dominan e interesan más al director: Bienvenido Mr. Marshall, Plácido, El Verdugo, La Escopeta Nacional (1977) y sus secuelas: Patrimonio Nacional (1981) y Nacional III (1982), La Vaquilla (1985), Moros y Cristianos (1987) y Todos a la Carcel (1993).
Plácido es una sátira mordaz que se desarrolla en un pueblo de provincia, es Nochebuena y las autoridades municipales en contuvernio con una compañía de enseres de cocina- Ollas Cocinex- han montado la campaña publicitaria “Cene con un Pobre” en la que diversas estrellas de la farándula serán subastadas a familias pudientes para que entonces un grupo de indigentes sacados del hospital municipal puedan ser sorteados entre las familias y cada una cene con un pobre- y con la estrella de cine-. Nada sale como planeado obviamente, las estrellas de cine resultan ser más que nada modelos y aspirantes a actrices, aficionados niños cantores y cómicos teatrales de cuarta categoria- todo el pueblo espera a Carmen Sevilla, para entonces la gran estrella del cine español-. En medio de todo esto, Plácido Alonso (Cassen, famoso cómico de la época, en su extraordinario debut cinematográfico) contratado por el burócrata Quintanilla (el siempre genial José Luis López Vázquez) para liderar la cabalgata de las estrellas del cine desde la estación de tren hasta el pueblo, intenta pagar el primer plazo del pago de su motocarro, su medio de trabajo en el cual es explotado por las autoridades municipales. Berlanga satiriza las campañas de “caridad” que el franquismo rutinariamente realizaba en las navidades, para condenar a los que utilizan dichas obras caritativas para ensalzar sus propios medios. Al final, lo importante no es ayudar a los pobres- de hecho nunca en el filme ningún personaje hace algo por directamente ayudar a los ancianos enfermos del hospital, y cuando lo hacen hacia el final del filme es para lograr los objetivos de la campaña más que por interés personal. Es para mantener las apariencias, y ninguno de sus patronos puede ayudar o parece estar dispuesto a ayudar a Plácido y a su numerosa e infeliz familia en el transcurso del metraje. En uno de los finales más geniales del cine, Plácido se dispone a por fin cenar en Nochebuena con su familia y mientras se ve en plano largo el motocarro, centro de tantos percances, una dulce voz infantil nos canta un villancico en el que recalca que “en este pueblo ya no hay caridad, ni nunca la ha habido ni nunca la habrá”.
Por otra parte, El Verdugo narra la historia de José Luis (Nino Manfredi) que tiene la “mala” suerte de enamorarse de Carmen (Emma Penella), la hija del verdugo local, Don Amadeo (Pepe Isbert) un señor antipático que ve su profesión desde una muy fría lógica: le hace un servicio a las autoridades locales, y si no es él, alguien más tendrá que hacerlo. Carmen no tenía pretendientes ya que nadie quería ser novia de “la hija del verdugo” y José Luis será rechazado por amigos, familia y la sociedad en general cuando no solo se compromete con Carmen sino en contra de su voluntad decide de muy mala gana, pero para asegurarse un futuro, aceptar el puesto de verdugo que ya Don Amadeo dejará por vejez. Ganadora del máximo galardón en el Festival de Cine de Venecia en 1963 y censurada por el gobierno franquista en su estreno, El Verdugo no solo es el mejor alegato cinematográfico que se haya hecho en contra de la pena muerte, es también un complejo comentrario sobre una sociedad en que el materialismo y el consumerismo van más allá de toda comprensión moral y humana de las cosas y de como eso inevitablemente lleva a la alienación social y al rechazo. En ambas películas además, del ojo de Berlanga no se puede subestimar la contribución de ese gigante de los guionistas cinematográficos que fuera don Rafael Azcona.
>Guillermo Cabrera Infante: Del "boom" latinoamericano al cine de Hollywood
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El guión de Cabrera Infante que no atina, sin embargo, es el último y más reciente comisionado por Andy García y que se titula The Lost City (2005). En el mismo, el escritor cubano retoma los temas de su primera novela, Tres tristes tigres, y trata de rescatar el ambiente de La Habana de 1958 justo antes de la Revolución. Básicamente relata la historia del cabaret El Tropical y de su clausura con el cambio de gobierno en 1959. El protagonista es el jefe de este cabaret que con la Revolución pierde su fortuna y termina exiliado en la ciudad de Nueva York. Lamentablemente, The Lost City peca de panfletera y la agenda política que está detrás de ella le resta valor. No solo la actuación y dirección de Andy García es pésima, sino que también las escenas en las que se despotrica abiertamente en contra del régimen castrista. Como parte de la comunidad cubana en el exilio, sobre todo en Miami, muchas de las películas producidas en o “desde” allí, o sea financiadas por esta comunidad, pierden mérito al presentar una visión extremista y polarizada de la isla de Cuba. Se suelen crear oposiciones binarias simplistas donde lo bueno es el pasado, los buenos son los exiliados, y lo malo es el presente y los comunistas que viven en Cuba. The Lost City, lamentablemente, cae dentro de este grupo. Pero, además de eso, encarna una nostalgia que puede ser peligrosa porque idealiza la década de los cincuenta en contraposición con la época actual, entiéndase los últimos 50 años. Aunque Guillermo Cabrera Infante se conoce como uno de los anti-fidelistas más aguerridos, en el guión de The Lost City no debió haber cabida para declaraciones políticas. De todas formas, y aunque termine con este intento fallido, es interesante la figura de Cabrera Infante para trazar las conexiones que tuvo el “boom” con Hollywood.
>AN ISLAND, una carta de amor a Als
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AN ISLAND, una carta de amor a Als
Imágenes: Vincent Moon; música: Efterklang.
Hace algún tiempo Manhola Dargis reseñó para el NY Times, a propósito de Avatar, que si algo distinguía el trabajo de James Cameron era su habilidad de recuperar el poder de maravillar (“one still capable of producing the big WOW”, “awe”… “wonder”) que en general había perdido el cine. Este comentario encapsula un error craso. No se trata de que Avatar sea o no la reanudación oficial del poder de embelesar del llamado séptimo arte – esto, por demás, siempre estará razonablemente sujeto a debate –; más bien, el error recae en limitar dicho poder a un cine efecti$ta, de recursos inagotables, y que pocas veces deja espacio a la introspección – ese otro terreno de lo maravilloso tan poco cultivado en el Hollywood.
Dargis, sin embargo, acierta en convocar un sentimiento (o nostalgia) con el que, creo, muchos nos podemos identificar: ese momento auténtico que sólo se puede articular, más allá de toda pretensión analítica o poética, con el mismo burdo y visceral grito con el que también alguna vez bramó Godard en uno de sus Cahiers: “¡Eso es cine!” (Claro, con el matiz criollo boricua: “¡Eso es cine PUÑETA!) En fin, digresión injustificada, este escrito es producto de ese grito, pero ubicado en el lugar más recóndito de lo íntimo, no de la grandilocuencia camerona.
La colaboración cuasi documental, cuasi musical An Island, del seudonimado cinematógrafo francés Vincent Moon y de la banda danesa Efterklang, dista mucho – demasiado quizás – de la analogía propuesta antes con Avatar; pues no estamos ante una épica hollywoodense. De hecho, si algo caracteriza a este trabajo – que además se realizó para ser difundido gratuitamente (info en www.efterklang.net) – es, precisamente, que localiza los confines de la beldad y lo maravilloso, en el detalle, en la sencillez.
El filme sigue la tradición de los proyectos audiovisuales de La Blogotheque (http://www.blogotheque.net/), colectivo de artistas y blogueros, radicados mayormente en Francia, cuya misión consiste, entre otras cosas, en grabar músicos en vivo tocando en espacios abiertos o de cierta movilidad y con el mínimo de equipo (por lo regular hay un camarógrafo y un sonidista). Hay convenciones – algunas estéticas – que caracterizan este lenguaje cinematográfico, del cual Moon es uno de los mayores signatarios: cámara en mano, realizar todo – o casi todo – en una toma, luz natural; además de muchos otros denominadores que pueden hacer de estos video-clips tan mágicos (http://www.youtube.com/watch?v=hq2s0AhdFE4) como tan repetitivos. Lo más importante del fenómeno internacional que se ha vuelto La Blogotheque, es que, además de favorecer el modus operandi DIY (do-it-your-self), han instado a sus seguidores a continuar este modelo.
An Island, sin embargo, no representa una mera expansión de este género a un largometraje de 50 minutos. Aunque el filme parecería un pretexto de presentar la música de Efterklang (cinco canciones, para ser más específico), hay una cierta narrativa abstracta transversal al texto cinematográfico que lo dota de una cohesión ausente en aquellas geniales intervenciones musicales más característicamente espontáneas y dispersas del universo blogothequiano. Lejos de simular una antología musical del disco más reciente de Efterklang, Magic Chairs, el filme colaborativo dialoga de manera sutil con el pasado y presente de los miembros de la banda a través de su música y de su relación incluso táctil con Als (pronunciado els), isla que los vio crecer, partir y regresar de nuevo – ciclo que, podemos inferir, existe sólo en virtud de su reanudación sempiterna, como queda sugerido tanto por el principio como por el final del filme.
Prolífera en tomar detalles, la cámara de Moon no agota sus posibilidades expresivas debido a que nunca persigue un relato biográfico abarcador; se da rienda a que el paisaje comunique por sí solo algo que de otra manera puedira resultar inenarrable. Los episodios musicales, grabados todos en vivo, quedan enlazados por la voz en off de los músicos, quienes relatan, desde el escueto hilo de la memoria, algunos cabos sueltos de sus vidas en Als. Punto que además resulta importante para no hacer del filme otro documental más. Cual gesto de amor, la banda incorpora familiares, amigos y/o fanáticos de todas las edades en sus intervenciones musicales.
Hay, además, una progresión sonora (y visual) que recoge desde los ruidos más primitivos a las melodías más elaboradas: desde exploraciones con metales y sonidos ambientales – el sonido de lluvia, la casi imperceptible acaricia de una pluma, la distorsión de un maltrecho radio – hasta los ya más elaborados arreglos musicales. De esta manera el filme localiza los orígenes musicales de Efterklang en los propios sonidos endémicos de la isla. An Island construye un paisaje íntimo por el cual quedan simbióticamente ligados los músicos de su isla, y así, la isla de sus músicos, configurando entonces un plano donde ninguno de estos componentes puede pervivir sin el otro.
Si An Island resulta lírica, lo hace incidentalmente. El filme de Moon y Efterklang no procura confeccionar momentos poéticos, más bien parece darse con ellos por ventura, encontrando así la poesía inherente al lugar y su gente y de la que la música de Efterklang parece ser heredera y fiel portaestandarte. En todo caso se trata de un lirismo errático y tosco en tanto humano, y por ende, cargado de mucha honestidad.
No estamos ante un filme “perfecto”, sino ante una verdadera carta de amor tripartita – de Moon a Efterklang, de Efterklang a Moon, y finalmente, de ambos a la isla de Als – de la cual, si se deja llevar, el espectador puede volverse el más enternecido cómplice.
>Gregg Araki, Kaboom y el teen cinema
>La cultura cinematográfica estadounidense tiene una fascinación con las historias de adolescentes. Cada año decenas de películas se producen en las que grupos de jovencitos tienen todo tipo de descabelladas aventuras. Una de las razones obvias para esta obsesión es el intento de configurar nuevos mercados entre un grupo de edad que recién empieza a adquirir poder de adquisición y que según se configure, será una fuerza económica importante una vez lleguen a la adultez. Otra razón relevante es que la adolescencia es celebrada e idealizada en esta imaginería colectiva como una etapa de inconmensurables libertades, reducidas responsabilidades, deliciosa inmadurez, cuerpos lustrosos y abundantes pericias sexuales. Hollywood trata de decir que en la adolescencia prevalece la simpleza y el goce. Incluso cuando este cine retrata a los que no encajan dentro de la norma y las tendencias, por las razones que sean, suele reivindicarlos ofreciéndoles momentos de heroicidad sacrificada. El dolor y el rechazo los dignifica. La rebeldía los lleva a entender la vida adulta y de una forma u otra reciben su recompensa con finales felices.
Cierto que son pocos, pero hay directores que se salen de este discurso que equipara la adolescencia con la diversión superficial. Se puede mencionar entre ellos a Larry Clark, Gus Vant Sant, Harmony Korine y el que me compete hoy Gregg Araki. Estos directores han creado una obra que vuelve recurrentemente a examinar la temprana juventud. Sin embargo la manera de retratar esta edad es presentando la problemática que implica esa primera toma de conciencia de pertenecer a una cultura de la violencia; de la pobreza económica y moral; de la celebración narcótica, de la sexualidad enajenante y enfermiza; de la intolerancia a lo diferente y a la expresión creativa. Estas películas abordan los conflictos existenciales de los adolescentes no como algo pasajero y liviano, sino como el verdadero umbral al malestar que provocan nuestras sociedades.
Gregg Araki como cineasta es fiel a este tema. The Doom Generation, Nowhere o Mysterious Skin, son referencias necesarias dentro de este enfoque que hablo (sobretodo desde el ámbito sexual). Araki acaba de estrenar película, se llama Kaboom y como ya es habitual, regresa a contar una historia de teenagers.
El jueves 27 de enero se estreno esta película en New York con el director y el actor principal, Thomas Dekker, presentes para un conversatorio con la audiencia en las salas del Brooklyn Academy Of Music. Kaboom es un filme mucho más ligero y divertido que los anteriores. Atraviesa géneros pasando por la comedia sexual, el sci-fi y el thriller psicológico. Sin delatar demasiado, la película sigue a un prepa universitario y su círculo de amigos y amantes, mientras se abandonan a los placeres del sexo. El relato se complica cuando el protagonista Smith, empieza a tener visiones de un culto de personas con máscaras de animales que asesinan a una peliroja. Sueño, fantasía y alucinaciones se mezclan en la narrativa en la mejor tradición surrealista con un final abiertamente apocalíptico.
Sin ser demasiado profunda (Araki hace películas Pop-ominosas), Kaboom no se entrega por completo a la superficialidad. Su visión extraña tiene mucho de comentario político-sexual. Araki se rebela contra las normas tanto hetero-normativas como homosexuales. Estos jóvenes son pluri-sexuales, tanto en sus preferencias como en la cantidad de gente con quien se acuestan. El director presenta una nueva generación, ya no tan condenada, que se resiste a las etiquetas y que vive una sexualidad muy libre, espontánea e incluso sobrenatural. En este mundo particular y fantasioso, por supuesto, las represiones no dominan a los personajes y tanto la energía sexual como la psíquica van de la mano correspondiéndose y alimentándose. Aunque la premisa es la de un sexo sin mayores consecuencias, una lectura posible es que las visiones sádicas que empieza a sufrir Smith son en realidad la metáfora de todos los factores internos y externos que destruyen esa utopía sexual. El debate se podría abrir.
Lamentablemente estos temas o análisis quedaron fuera del conversatorio que siguió a la proyección. Las preguntas expuestas rayaron en lo banal. Una curiosidad superflua dominó al público e incluso al cineasta para con su propio trabajo. Quizás por la frecuencia y el fácil acceso a estos eventos en NYC, parte del público ha perdido la conciencia de aprovechar estos foros como momentos de aprendizaje y de transmisión de ideas. Rescato de la conversación, sin embargo, el momento en que Araki defendió la escritura de historias cinematográficas que superen las restricciones de géneros específicos, o de una visión cerrada de la “realidad” y en su caso, de la juventud. Esta apuesta a guiones que se desenvuelvan libremente según la imaginación del artista es una de las premisas principales del cine independiente y aunque parece obvio resulta importante reiterar sobre ello.